La tribuna
Muface no tiene quien le escriba
En el mundo se está produciendo un preocupante deterioro de la calidad democrática. Las causas de este deterioro son complejas: el malestar de la globalización, la crisis financiera, la creciente desigualdad, promesas políticas incumplidas, la intensificación de la inmigración, el cambio tecnológico y la irrupción de las redes sociales que amplifican el malestar. Pero además de la combinación de estos factores, convendría analizar si las instituciones que encarnan a los sistemas democráticos han ido perfeccionando el sistema o si por el contrario lo han ido debilitando. Estas instituciones son las reglas del juego democrático (sistema electoral y otras normativas que lo regulan) y las instituciones públicas que lo implementan (parlamento, gobiernos, sistema judicial, órganos de control y agentes activos de la vida política). Entre estos últimos tiene particular interés analizar el comportamiento de los partidos políticos, instituciones centrales de los sistemas democráticos, pues son sus miembros los que producen las leyes, encarnan los órganos ejecutivos de los gobiernos y dirigen o participan en otras múltiples instituciones públicas.
Los partidos políticos tienen mala prensa (regularmente se encuentran entre las instituciones del Estado peor valoradas por los ciudadanos en las encuestas), pero son vitales para la democracia, ya que promueven y encauzan la participación de los ciudadanos en la vida democrática. Si bien en los inicios de las democracias los representantes de los ciudadanos eran personas reconocidas por su mérito o relevancia social, pronto surgieron agrupaciones de representantes democráticos por similitudes en sus orientaciones o intereses. Estas agrupaciones se convirtieron en partidos, y en el siglo XIX la expansión del derecho de voto obligó a los partidos a convertirse en instituciones más organizadas, que se dotaron de estatutos, programas, estructuras y presupuestos mucho más potentes, y con el tiempo en partidos de masas en los que los representantes de los ciudadanos fueron perdiendo relevancia en favor de los propios partidos y de sus líderes.
El creciente poder de los partidos ha ido derivando en partidocracias de diversa intensidad. Un sistema en el que la cúpula o los líderes de los partidos eligen a los candidatos a los parlamentos, dirigen sus actuaciones y deciden el poder ejecutivo, por lo que los órganos fundamentales del poder estatal se convierten en los ejecutores de las decisiones adoptadas por los partidos. En consecuencia, los sistemas democráticos basados en la relación bilateral ciudadano-Estado termina siendo una relación trilateral en la que los partidos ocupan un papel central. Con ello, el parlamento, teóricamente el centro de la vida democrática, queda como un espacio de representación, ya que las decisiones más relevantes se deciden en los partidos o en comisiones entre ellos.
La designación de los candidatos parlamentarios y de otros cargos públicos por los líderes o las cúpulas de los partidos garantizan los intereses de estos últimos, máxime en los sistemas de elección con listas cerradas como es el español, y provoca que en la designación de candidatos sea más determinante la fidelidad que el mérito o la capacidad, por lo que la democracia interna es escasa y la disidencia se paga con la probable marginación o la muerte política.
En un marco como este es posible que se produzcan decisiones que solo se explican por intereses personales de los líderes, y que en algunos casos tengan consecuencias sociales negativas. Este es el caso de una democracia como la de Estados Unidos en la que el Partido Republicano presenta a las elecciones presidenciales a un candidato acosado por la justicia, mentiroso, inmoral, irrespetuoso con la ciencia y que no desautorizó el asalto al Capitolio. Frente a Donald Trump, un Joe Biden que en el debate electoral dio claras muestras de deterioro sin ofrecer la más mínima solidez, coherencia y energía que requiere un presidente de cualquier país, y más aún de la primera potencia mundial, y que ha reiterado en posteriores comparecencias su negativa a retirarse de la carrera presidencial sin que, por ahora, el Partido Demócrata pueda corregir lo que será un grave error para el país y para el mundo.
Por desgracia, decisiones egoístas de los líderes que provocan consecuencias negativas para sus países se producen con frecuencia en otras democracias (España no es una excepción), sin que los partidos que lo sustentan las eviten.
Si bien la partidocracia no es la única causa del deterioro democrático, sus prácticas contribuyen significativamente a aumentar la desconfianza en los sistemas democráticos, por lo que será necesario reformar el funcionamiento de los partidos políticos para mejorar la calidad de la democracia.
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