La tribuna
Gaza, el nuevo Belén
Ahora ya tenemos a los niños y a los adolescentes encarrilados en el curso, con sus biorritmos hechos al madrugón. ¡Ay, esas aulas matinales –luz macilenta en un aula aún fría–, esos bostezos imberbes, esas legañas inocentes! Las prisas de los padres –seamos realistas: sobre todo de las mamis– en los atascos camino del cole, en doble fila con los emergencias puestos, bajo la lluvia inoportuna, son el motor del mundo. El rumor de la vida por las arterias modestas de lo cotidiano. El curso corre, ágil, por el carril de la costumbre y vamos dándole patadas al balón, siempre hacia delante, a base de cafeína y agallas. Hacemos malabares con el sueldo, acumulamos listas de deseos en Shein o en Amazon, tememos a ese ruidito del coche, vivimos con un ojo en los Reyes Magos y otro en el bolsillo. Estamos deseando que haga frío ya de verdad para sacar el abrigo gris y así sentir la cercanía esperanzadora de las vacaciones de Navidad. Octubre es un mes precioso pero frenético. Casi siempre iluminado por el puente del 12 de octubre, como si fuera un anticipo de la estrella de Belén. Pero este año no. Este año –¡Ay!– el Día de la Hispanidad cae en sábado. Veremos el desfile en pijama. Nada de cuatro días en la sierra o en Lisboa.
En medio de este frenesí al que llamamos curso, al que llamamos vida, a veces nos paraliza la sombra de una duda. Miramos a nuestro enfurruñado adolescente –valga la redundancia– y unos días sentimos pena, y otros sentimos irritación. Pena porque ¡es muy chico todavía! Apenas estaba en la incubadora, o en la guarde antes de ayer, y hoy nos pide un móvil nuevo y hace torpes chistes verdes (sacados de Tik Tok). Esa conmiseración que nos pellizca por dentro, esa entraña de padre removida es la misma –mutatis mutandis– que nos entra con nuestro perrito, o nuestro gato. La lástima por la inocencia, por la hermosa inconsciencia de lo inerme. Mataríamos por ese conjunto de células quejumbrosas que es nuestro hijo en la pubertad. El pobre, qué tonto es. Pero otros días. Ah, otros días… Cuando le indicamos –¿sugerimos? ¿ordenamos?– que baje la basura, o al perro, o que ponga la mesa, y su cuerpo parece que ha recibido una sacudida de una descarga eléctrica. Un espasmo, un relámpago súbito, eleva sus hombros y hace caer su cabeza, en un gesto inconfundible de disconformidad. A menudo seguido por un bufido, un resoplido, una especie de pedorreta ininteligible. Se convierten en cantantes protesta, pero sin guitarra. Arrastrando los pies, a cámara lenta, usando solo un brazo, como los zombies del Thriller de Michael Jackson, cumplen con la tarea como si estuvieran combatiendo en Kosovo con los cascos azules y llevaran kilos de metralla en el cuerpo. Y todo sin dejar de exclamar, como nuevo Job redivivo: “¡No es justo! ¿Por qué yo?” Y, si tienen hermanos, invariablemente: “¡Siempre me toca a mí! ¡Ya lo hice hace tres días!”.
En esos momentos nos acomete un instinto feroz, nos posee el espíritu de Clint Eastwood ante los reclutas y querríamos someterlos a disciplina militar, para que aprendan lo dura que es la vida. Para que espabilen. Y nos salen palabras de la boca como si estuviéramos poseídos por nuestros propios padres: ¡Una mili os daba yo! ¡Desagradecidos, que solo hacéis pedir, pedir, pedir, y no dais! ¡Los palos que te vas a llevar en la vida! En fin. La retahíla de desahogos de padre, que en realidad son un avance de civilización: en lugar de azotarles con varas de fresno, o dejarlos en un bosque solos y desnudos, para que enrecien el carácter –como en Esparta–, les lanzamos improperios, y a veces les retenemos la paga. Y así pasa la vida y pasa la paternidad, en un tira y afloja entre querer comérselos a besos y querer darles de bofetadas. El corazón de una madre, de un padre, es grande no por arte de magia, sino por el efecto de este tira y afloja, que lo dilata y lo dilata hasta lo imposible.
Entonces, ¿dónde está el medio virtus aristotélico, la virtud ponderada? Pues no tenemos ni puñetera idea. A veces nos sentimos culpables por haber sido severos en exceso; a veces por ser blandos. Ser padre es una escuela de equivocarse con estilo, de sobrevivir a la propia frustración. Todos los padres –salvo lamentables excepciones– hicieron lo que pudieron. No hay que esperar al 19 de marzo, o al primer domingo de mayo, para agradecérselo a los nuestros, si tenemos la suerte de tenerlos todavía. Llame a su padre, a su madre, querido lector, y dígale algo bonito. Si están ya en presencia de Dios, también se puede.
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