La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
El pasado miércoles se firmó en el Palacio de San Telmo el Acuerdo para el Impulso de la Participación Institucional, que elevará a categoría de ley la participación de los sindicatos Comisiones Obreras y UGT y la Confederación de Empresarios de Andalucía (CEA) en el proceso de toma de decisiones del Parlamento andaluz en asuntos de materia laboral y económica y otros que les afecten. Como es conocido, este tipo de acuerdos no es nuevo, sino que presidieron buena parte de la política de los gobiernos socialistas desde el primer gran acuerdo de 1993, si bien decayeron a partir de la crisis financiera y, especialmente, tras las investigaciones judiciales sobre posibles casos de corrupción en los primeros años de la pasada década. Con el nuevo acuerdo, el gobierno del Partido Popular no solo revitaliza la concertación de los gobiernos socialistas, sino que la eleva a nivel de ley.
La concertación social no ha tenido tradicionalmente rechazo político significativo, aunque de forma privada ha sido denostada tanto por políticos de la oposición como por miembros del gobierno responsables de su aplicación. Su aceptación política se fundamentaba en que sus objetivos (consensuar, evitar conflictos, paz social) son ampliamente compartidos, y porque oponerse a unos acuerdos en los que los sindicatos y la CEA han estado muy interesados no era muy rentable políticamente. Sin embargo, su contribución a la “paz social” es cuestionable porque en el presente la conflictividad laboral no es significativa, y en el pasado se perdían más jornadas por huelgas en Andalucía que en el resto de comunidades autónomas sin acuerdos de semejante entidad. Además, el argumento de la paz social es indefendible éticamente, pues parece derivarse que la concertación social (con las consecuentes transferencias a las organizaciones firmantes) es el peaje para la paz social.
Existen múltiples motivaciones por las que he expresado mi crítica a los acuerdos de concertación. En primer lugar, porque el privilegio de unas organizaciones en la participación pública es una forma de proceder poco democrática. Son los parlamentarios elegidos por los ciudadanos quienes hacen las leyes, por lo que no se comprende que el gobierno regional (no el Parlamento) decida invitar a sindicatos y patronal a participar en el proceso legislativo de forma obligatoria y permanente. El Parlamento suele pedir opinión a especialistas y otras instituciones (entre ellas a sindicatos y patronal) sobre normas en el proceso de elaboración, pero diferente es que esté obligado por ley y que sea una prerrogativa exclusiva de estas organizaciones sociales que no representan a toda la sociedad, ni incluso a todos los que dicen representar (trabajadores y empresas), sino a una parte reducida de estos.
En cuanto a su participación en la elaboración y control en las políticas públicas, la experiencia histórica nos enseña que no suele ser muy cualificada, y se utiliza más para defender los intereses de las propias organizaciones, miembros o empresas singulares de las mismas, comportándose por tanto como lobbies. Por otra parte, la concertación limita la innovación en las políticas públicas, pues la necesidad de que sean consensuadas por todas las partes ha conducido en múltiples ocasiones a que sólo se aprueben planes y programas con contenidos tradicionales.
Por tanto, la firma del nuevo acuerdo debe estar motivada por un interés meramente político semejante a las concertaciones de los gobiernos socialistas, que jugaron un papel de legitimación política, pues al concertar leyes y políticas públicas con patronal y sindicatos se blindaban ante posibles críticas de la oposición por tener el beneplácito de “los empresarios” y “los trabajadores”. Y, como contraprestación, sindicatos y patronal se beneficiaban de un creciente poder y protagonismo social al participar en múltiples comisiones, grupos de trabajo, mesas y consejos donde se definía y controlaba la ejecución de las políticas, a la vez que en algunos casos jugaban un papel privilegiado como agentes en la ejecución de las políticas (muy especialmente en la formación profesional), lo que facilitaba una financiación extraordinaria (y muy opaca) a estas organizaciones.
Hubiese sido conveniente una evaluación de los costes y beneficios de la concertación social en el pasado antes de abordar un nuevo acuerdo de concertación. En su ausencia, las evidencias del pasado es que la concertación no ha significado una mejora relativa de los indicadores de desarrollo (PIB, renta per cápita, empleo, productividad, inversión) en relación con otras CCAA que no tenían un nivel de concertación tan elevado como Andalucía.
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