Manuel Bustos Rodríguez

De niños y mascotas

10533929 2025-01-22
De niños y mascotas

22 de enero 2025 - 03:08

Uno de los signos más evidentes de la grave enfermedad que padece Occidente y por inclusión nuestro país es la caída de la natalidad, hasta el punto de conformar ya casi una pirámide de edades invertida, en contraste con el crecimiento imparable de las mascotas, sobre todo de los perros. No suelo ser partidario de cargar los textos con cifras y porcentajes, pero los datos que comentaré me han parecido tan esclarecedores, que impulsan a compartirlos con el lector.

Según una encuesta reciente de Sigma Dos, el 82% de los españoles descarta tener hijos a corto plazo, cifra que se dispara hasta el 91% en las personas con un nivel educativo básico. Por su parte, las nuevas generaciones dan prioridad a la posesión de una vivienda, un teléfono inteligente (52%) o un coche (cerca del 46%). En contraste, la tasa de natalidad ha caído entre 2022 y 2023, según el INE, un 2%. Con estos datos en las manos, ¿qué futuro nos cabe esperar ahora, cuando acabamos de estrenar año?

Resulta ya un tópico afirmarlo, pero España, experta en sobrepasar líneas rojas, inició hace tiempo un proceso, al parecer imparable, hacia el suicidio colectivo. Un suicidio del que apenas nadie nos hacemos cargo, ni nos damos por aludidos; o, en todo caso, lo colgamos por defecto de otra cuenta que no es la nuestra, buscando a la par todo tipo de justificaciones sociológicas a las que tan aficionados somos, que sin duda también existen, para evadir nuestra responsabilidad personal.

Ciertamente, el cuidado y buen trato a los animales es un logro de nuestro tiempo. Otrora, la falta de atenciones hacia ellos solía ser lo más habitual. El perro, sobre todo, el mejor amigo del hombre, cumple una misión indiscutible como amortiguador de la soledad de cada vez mayor número de personas, como guía de los invidentes, defensa y colaboración en la búsqueda de personas y de objetos, entre otros.

¿Dónde está entonces la raíz del problema? A la vez que ha cambiado la percepción sobre las necesidades materiales y hasta psíquicas de los animales, nuestra sociedad varió asimismo su conciencia y su punto de vista sobre aspectos esenciales de la vida humana, de forma mucho menos acertada y benevolente. No solo ha invertido los valores clásicos, sino que ha perdido el sentido de la proporcionalidad, de la jerarquía de las cosas, del orden en la Naturaleza, de la ecología humana –que también existe–, introduciendo conductas individualistas, desordenadas, que, a la larga, se vuelven en contra del interés de la persona y, por extensión, de la sociedad.

Y entiendo que esto sucede cuando la consideración que merece el ser humano es desplazada o sustituida en favor del animal, de la mascota, en nuestro caso referida a los cuidados y atenciones que le dispensamos, en tanto los hijos, los niños, representan cargas inasumibles que debemos a todas luces obviar, aunque en esta actitud vaya implícita la suerte de nuestro futuro, y no solo el de las pensiones. Va unido todo ello de igual forma al pesimismo antropológico que nos invade y a la falta de esperanza, al miedo al futuro. Paradójicamente, cuando más parecen preocuparnos los animales, la Naturaleza, las minorías y hasta los derechos humanos, más rebajamos la dignidad del hombre y despreciamos su lugar preeminente en el planeta.

Los excesos ecologistas, la creencia, cada vez más arraigada, de que el ser humano no pasa de ser una parte, y no la mejor, de la Madre Naturaleza y del mundo animal, se han unido a otras perspectivas de corte más práctico y material (según demuestran los sondeos aludidos), hasta convertir nuestras calles y parques en espacio canino. Y no digamos si, para colmo, el propietario llegara a incumplir las más elementales normas convivenciales de limpieza.

La enorme proliferación de mascotas (en Cádiz capital, por poner un ejemplo que me es próximo, hay más perros que menores de veinticinco años), de carritos portadores de canes, de verdaderos supermercados para la venta de todo tipo de accesorios para ellos, de peluquerías perrunas, y hasta la aplicación cada vez más frecuente de nombres clásicos de personas para adjudicárselos a los animales, sugieren que la consideración que estos merecen sobrepasa ya con creces las líneas rojas que debieran delimitar el ámbito y el tiempo concedidos a ellos por parte de sus propietarios y de la sociedad en general. Hace algunos años se oponía en forma de carteles la preocupación por la continuidad del lince ibérico a la despreocupación y el silencio cómplice con respecto a las crías humanas, que han de asegurar nuestra pervivencia en la Tierra. Curiosa y triste situación en un Occidente que ha perdido el rumbo y sigue el que lleva de manera progresiva a su defenestración.

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