El mundo oscuro

10606011 2025-01-27
El mundo oscuro

27 de enero 2025 - 03:07

Aunque en Israel, desde los años cincuenta, el Yom Hashoah se celebra el 27 de Nisán, que este año cae el 25 de abril, la Unesco fijó el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, instituido en 2005, tomando como referencia la liberación de Auschwitz por las tropas soviéticas, que entraron en el campo –un enorme complejo donde los nazis asesinaron a más de un millón de judíos, la sexta parte del total estimado para los miembros de esa comunidad– el 27 de enero de 1945. Se cumple por lo tanto el LXXX aniversario de la liberación y estos días volverán a celebrarse los homenajes que parecen haber tenido lugar siempre desde entonces, pero en realidad se formalizaron y extendieron tardíamente, cuando el mundo comprendió, más allá de las cifras aterradoras, la naturaleza y la singularidad de esa matanza, que no admite la comparación con ningún otro genocidio.

Más que en las escasas y engañosas imágenes que se han conservado, tomadas por los propios verdugos o después por los liberadores, el recuerdo del horror, luego documentado en toda su magnitud inconcebible, se conservó en la memoria de los pocos cautivos que lo conocieron de primera mano y sobrevivieron para contarlo. Con razón lamentaba Claude Lanzmann, ya en los años setenta, cuando trabajaba en el formidable proyecto cinematográfico de Shoah, que incluso después del sonado juicio a Eichmann en Jerusalén –entonces, en 1961, al contrario que en Núremberg, las frías cifras de los archivos fueron complementadas con el doloroso testimonio de los supervivientes– no pocos historiadores seguían confundiendo los campos de concentración y los de exterminio. Acabada la guerra, el sufrimiento había sido generalizado, también entre los vencidos, de modo que el asesinato masivo de los judíos no se diferenciaba con claridad de la devastación padecida por millones de civiles en todo el continente.

Muchos han hablado de la incomodidad e incluso el fastidio con los que fueron recibidos, cuando volvieron del infierno, en sus lugares de origen. Primo Levi solía recordar una recurrente pesadilla, compartida por otros convictos, que lo proyectaba a un improbable futuro en el que había logrado salir con vida pero nadie creía sus palabras cuando relataba la experiencia. No fue así del todo, pero durante demasiado tiempo la comprensión estuvo limitada por la ignorancia. Y si Occidente tardó en hacerse una idea exacta del alcance de lo ocurrido en Auschwitz-Birkenau, en Treblinka, en Sobibor, en Belzec, en Majdanek, en Chelmno, los soviéticos no mostraron interés –lo muestra el caso de Vasili Grossman, cuyo Libro negro, coescrito con Ehrenburg, fue prohibido por la censura– en destacar la ascendencia hebrea de sus víctimas, que para las autoridades de la URSS no merecían una consideración especial en el impresionante parte de bajas que se cobró la Gran Guerra Patria.

Hicieron falta años para que se entendiera que la destrucción de los judíos europeos, por decirlo con las palabras que titularon el monumental trabajo de Raul Hilberg, había marcado un hito sin parangón –Levi hablaría de un unicum– en la historia universal de la infamia. Incluso en el recién fundado Israel, los dirigentes del nuevo Estado no consideraban oportuno proyectar la idea de un pueblo martirizado y conducido casi sin resistencia al matadero, de modo que el tributo a los hermanos asesinados convivía con una retórica más volcada en transmitir a sus ciudadanos la controvertida épica del proceso de reconstrucción nacional.

Entre los narradores testigos, Levi ocupa un lugar de excepción, tanto por lo temprano de su testimonio –Si esto es un hombre fue publicado en 1947– como por la precisión y la calidad moral de su descripción de la realidad concentracionaria, sobre la que volvió una y otra vez hasta que muchos años después se quitó la vida. Fue además de un admirable contador de historias, que supo evitar la abstracción indiferenciada para poner rostro a las víctimas, un profundo analista que reflexionó sobre la mentalidad totalitaria con palabras certeras –y nada complacientes, suyo es el hallazgo de la “zona gris” para describir la corrupción que se extendía por todo el universo del lager, contaminando también a los reos– y un activo impugnador de la barbarie, ejemplificada en el funcionamiento de la industria de la muerte.

También en lo que se refiere al estilo, el mismo Levi inauguró un tono que distinguirá a los más perdurables testimonios de la Shoah, caracterizado por la sobriedad y la ausencia de patetismo, en una línea antirretórica que no se sirve –sería innecesario y hasta indecoroso– de los recursos melodramáticos. El mundo oscuro del que hablaría Paul Steinberg, otro antiguo prisionero del campo, descrito por Levi en términos poco halagüeños, revive en las obras del segundo con una nitidez sin concesiones, recreado desde una voluntad de entendimiento racional que es, unida al humanismo militante, la mejor herramienta para reflejar el mal en estado puro. No lo movía el rencor ni el deseo de venganza, sino la suprema tarea de mostrar la verdad, a veces incómoda, sin veladuras. Los jueces –nos dijo a sus lectores– sois vosotros.

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