La tribuna
Una cooperación de familia
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El reciente asesinato de Jamal Khashoggi por el régimen de Arabia Saudí ilustra en nuestros días hasta qué punto la impunidad se ha normalizado en las relaciones internacionales con el dominio de la doctrina de seguridad y el Estado de excepción permanente. El crimen organizado en contra de los informadores constituye hoy, de hecho, una de las principales amenazas a los Derechos Humanos en todo el mundo. Este 2 de noviembre se celebra el Día Internacional contra los Crímenes y la Impunidad que sufre el sujeto cualificado del Derecho a la Información a fin de concienciar a la población mundial que sin periodistas no hay democracia, que sin informadores no hay posibilidad alguna de defensa de las libertades públicas. El incremento exponencial del número de atentados contra los profesionales de la prensa ha llevado por ello a la Unesco a desplegar una activa campaña a partir de su resolución 68/163 de 2013. Los datos sistematizados el pasado año por el organismo de Naciones Unidas resultan cuando menos alarmantes. El 90% de los casos de asesinatos de periodistas continúan impunes. En apenas una década, de 2006 a 2016, más de 930 profesionales fueron asesinados. En lo que va de 2018, se han registrado más de ochenta víctimas de la violencia en el libre ejercicio de la labor informativa. En España, inmersos en un clima inquisitorial contra toda forma de manifestación por normas como la Ley Mordaza, cabe recordar que, además de la muerte del reportero gráfico Juantxu Rodríguez durante la invasión de Panamá, sigue pendiente el caso de José Couso por la negativa de Estados Unidos a garantizar justicia y reparación cuando tienen lugar claros abusos de la Convención de Ginebra y otros tratados internacionales que la Casa Blanca se niega a respetar. Por lo que, sin justicia universal, como viene vindicando Baltasar Garzón, es previsible que el número de víctimas de la prensa vaya en aumento. Los medios occidentales prosiguen no obstante instalados en la espiral del disimulo focalizando sus críticas en pro de la libertad de expresión en Cuba o Venezuela, cuando son países como Colombia y México donde se prodigan las violaciones de los derechos humanos y más peligroso resulta el ejercicio de la profesión periodística. Tal y como demuestran los datos de la Cátedra Unesco de Comunicación de la Universidad de Málaga (www.infoamerica.org), la cartografía de las víctimas de la barbarie es muy distinta a la que nos cuentan. El catedrático Bernardo Díaz Nosty enumera en su indispensable estudio El periodismo muerto (Planeta, México, 2016) una historia y geografía de la cultura de la alevosía, con más de veinte asesinatos al año a cargo del narcotráfico, las élites en el poder o las propias mafias económicas. Una lectura atenta a su informe sobre la situación de los periodistas en el subcontinente latinoamericano corrobora el grado de inmoralidad que vivimos en la llamada pax americana. Pese a los esfuerzos de la Unesco, no cabe esperar por ello que los propietarios de los medios y los gobiernos de turno respondan al reto de la protección del mensajero. Décadas de neoliberalismo autoritario y recientes procesos como los vividos con los golpes mediáticos en Brasil, Paraguay u Honduras vienen incidiendo en la estrategia de eliminación y persecución de periodistas, en un tiempo en el que la guerra de la información es un espacio de disputa del poder conforme a la doctrina del shock, tal y como se constatara con el lamentable papel desempeñado por El Mercurio en el encubrimiento de las torturas y desapariciones del Chile de Pinochet, la guerra sucia de Reagan en Nicaragua, las ilegales guerras imperialistas en Iraq durante la Administración Bush o, en la actualidad, los interesados silencios de Trump ante sus aliados de Arabia Saudí. En todos y cada uno de estos casos, los medios han jugado un papel crucial para avalar ante la opinión pública las estrategias de intervención y aceptar la impunidad de tales atentados como daños colaterales. El problema es que, de acuerdo con la ex directora general de la Unesco, Irina Bokova, la injusticia contra los periodistas es un coste más que elevado para una sociedad justa y democrática. Allí donde no hay más que la paz de las tumbas para los informadores no impera el dominio de la ley, sino la brutalidad de la fuerza del poder. Cabe esperar que entre la población este día sirva para una mayor conciencia sobre la necesidad de proteger al mensajero y exigir responsabilidades a quienes, por omisión o activo encubrimiento, siguen amparados en la razón de Estado en lugar del derecho a conocer la verdad.
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