La tribuna
La lluvia minuciosa
Detrás de los cristales llueve y llueve”, oigo cantar a Serrat en cada repiqueteo en mi ventana. Me siento en la butaca del despacho, frente a la fastidiosa pila de trabajo por hacer, y la gustosa de libros por leer. Como es costumbre, me inclino por la segunda. Paso de largo por las novedades y abro una edición desgastada de Alianza: “Bruscamente la tarde se ha aclarado / Porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado”. Por primera vez, leer unos versos de Borges nos irrita y estamos tentados de gritarle: ¡Qué narices pasado! ¡Ojalá! Entiendo, claro, que cada lluvia nos transporta a otra lluvia pasada, a tardes infinitas con olor a vapor de agua de la plancha, silencio solo interrumpido por los pss psss cuando mi madre tocaba con el dedo –ligeramente humedecido con la lengua– la superficie de acero ardiente. Y los jjjjjj jjjjj del vapor al salir. Ese olor de la tela humedecida y caliente es como el olor del paraíso, tiene algo de útero primordial, de refugio interior. Yo con los deberes por delante, el pan con nocilla, la expectativa de ver a Espinete en un rato. Toda esta poetiquería nostálgica normalmente me haría perder el tiempo, sumergirme en ese estado vaporoso –nunca mejor dicho– que los poetas llaman “inspiración” y la familia cercana “hacer el vago”. Pero hoy no. Estas semanas no. Estos días la lluvia nos tiene hasta los mismísimos, hasta los mengues pelengues, hasta las gónadas interiores. Tenemos jartura de lluvia (con jota), hartazgo, síndrome de Noé.
Por supuesto, estoy hablando en mi condición de andaluz (“como español, y más como andaluz” escribió un famoso poeta en un soneto, perpetrando así su más criticado ripio), que de toda la vida hemos guardado los paraguas en el trastero donde se guarda el portal de Belén y la aspiradora. El paraguas ha sido siempre un objeto exótico para exhibir dos días al año y dejarse olvidado en una cafetería, un arma improvisada para jugar a Dartacán y los Tres Mosqueperros, como bien saben los poetas sevillanos Diego Vaya y Carlos Vaquerizo. Estas semanas, sin embargo, hemos agotado las existencias de los chinos (lo que en woke se dice “bazares”), destacando el modelo de paraguas transparente-futurista, como el impermeable que una bellísima replicante llevaba sobre su piel desnuda en Blade Runner.
Estos días todas las botas son botas de agua. Como andaluz, me resigno a que los gallegos y asturianos se rían de nosotros en Twitter por nuestras lamentaciones pluviales. Y tienen razón, pero ¡qué le vamos a hacer! Como nos sentimos culpables por quejarnos de la lluvia, todas las quejas comienzan por “ya sé qué hace mucha falta en los campos, pero…”. Se acuerda uno de las rogativas por la lluvia que se hacían –y se hacen– en los pueblos de nuestra España seca, sacando al santo de turno, extemporáneo, algo desconcertado fuera de fiestas, a recorrer el pueblo entre anhelantes jaculatorias. Se ruega la lluvia, aunque después se maldice. Es como Cristo entrando en Jerusalén sobre un pollino, para que después lo crucificaran. Es como la vida toda, según Santa Teresa de Jesús (citada por Truman Capote): “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que permanecen desatendidas”. Huelga decir que no nos referimos a casos dramáticos como la dana. Ahí se suma el desastre natural a la imprevisión pública, y no es esta la tribuna para hablar de ello. Os hablo aquí del fastidio cotidiano del sureño peninsular que desea ya azahares, manga corta, terrazas, torrijas, besamanos y tanques de salmuera. Ya es bastante corta la primavera en estas latitudes –que aparece, un relámpago, y que desaparece– como para pasar tantas semanas en el submarino amarillo de nuestros pisos de ciudad, de nuestras casas de pueblo, pendientes de Roberto Brasero o de la aplicación de Google.
Lo mejor que podemos hacer es aprovechar el tiempo, como no hago con mis obligaciones de escritorio, o tal vez sí hago al volver a pasar las páginas de la edición de bolsillo de Borges. Abro ahora, al azar, otro libro del montón “ocioso”. Es de Luis Alberto de Cuenca. El poema que me encuentro, Urganda la desconocida, empieza así: “Llueve como si fuera a morir alguien / por pecar con las hijas de los hombres”. Vaya por Dios. Sigo leyendo: “Descorro los visillos. Es Urganda. / La de entonces. Sin medias. Va desnuda / debajo de un exótico impermeable”. Me levanto de un brinco y corro a asomarme a la mirilla. Nada. Solo la lluvia. Maldita sea.
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