La tribuna
José Antonio y la reconciliación
Hay términos que el tiempo ha ido cubriendo del polvo del desuso. Así, el terrible “piquete de fusilamiento”. Pero durante la Guerra Civil, así como después de esta, los piquetes de fusilamiento se emplearon y en no pocos casos sus víctimas fueron inocentes, o teñidos de culpabilidad solo por la mirada sucia de sus verdugos. El 20 de noviembre de 1936, hace hoy ochenta y ocho años, moría fusilado por uno de estos piquetes en la cárcel de Alicante el joven José Antonio Primo de Rivera.
Su muerte fue como tantas de aquellos meses, y en ambos territorios en los que se dividió España, el resultado de un falso juicio. Otros tuvieron menos fortuna (o más, según se mire, al abreviar el trance) y su juicio, si lo hubo, fue sumarísimo o directamente un paseo, una saca, un tiro en la nuca con la coreografía del odio y la vesania. La República, ya entonces cautiva del Frente Popular, quiso dar a la condena la apariencia de legalidad, mueca que se podía haber ahorrado desde el momento en que sabemos que el jurado que emitió el veredicto estaba integrado en su totalidad por miembros de los partidos y sindicatos de ese Frente, enemigos acérrimos del reo. Una pantomima, en fin, sobre la que no merece la pena detenerse salvo para recordar que, por ella, José Antonio tiene la consideración de víctima de la Guerra Civil y no de vencedor de la contienda: no cabe contra él ninguna de las disposiciones de la Ley de Memoria Democrática.
Su caso fue uno más entre tantos asesinatos con coartada o sin ella, pero muy sonado, dado el magnetismo personal del ejecutado, la importancia sobrevenida de la Falange que fundara en 1933 (desbordada en 1936) y su condición de hijo del dictador Miguel Primo de Rivera. Con su padre aparece retratado en una fotografía de 1929 recogida en el catálogo de la exposición Los Machado, retrato de familia, que se puede ver en Sevilla y luego pasará a Burgos y Madrid (curiosamente, capitales que fueron de la España nacional y la republicana durante la Guerra). En ella posa junto a Manuel y Antonio Machado, sobre los cuales ahora se reivindica la idea de concordia y se descarta la del supuesto enfrentamiento entre hermanos. Él mismo, en su conmovedor testamento político, declaró: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles”. Y trató en la medida de sus posibilidades de parar la guerra y crear un gobierno de concentración en que habría personalidades de un bando y otro. Su bonhomía no se le escapó a Zenobia Camprubí, quien en Puerto Rico se negó a estrechar la mano al juez instructor que lo había condenado por tenerla este manchada por la sangre de una muerte injusta.
Tres años después del fusilamiento, el cadáver fue trasladado a pie de Alicante a El Escorial en un cortejo fúnebre impresionante. Sobre aquellas jornadas ha escrito un libro importante Paco Cerdà, uno de los más celebrados escritores de no ficción actuales. Se titula Presentes (Alfaguara) y tiene, sobre algún pequeño error de poca monta, varias virtudes. En primer lugar, la gran fuerza del texto como tal, con una sabia administración de citas no reconocidas, pero sí reconocibles, insertas en los párrafos. En segundo, en lo que hace al alcance moral del libro, este no solo es un brillante ejercicio estilístico: apela por igual a partidarios y adversarios de José Antonio. Me atrevería a decir que, en general, a cualquiera que quiera acercarse con ojos limpios a aquel periodo.
Porque, dejando clara su postura ante los hechos (todo está muy documentado, y él no oculta sus simpatías republicanas), Cerdà alterna la crónica de aquellas enlutadas caminatas dando voz a los vencedores (hasta un grado que los pone a menudo en ridículo por aquella ampulosidad que pronto denunció Cunqueiro) con otros capítulos en los que narra la desgracia de numerosos vencidos y víctimas de la guerra y la represión durante esta y ya después. Los admiradores de José Antonio, de los que aún hay miles, leerán así muchos casos lastimosos ante los que no cabe volver la espalda, por más que fueran causados por gentes que no eran falangistas y que, de haberse atenido al mandato de Hedilla, segundo jefe nacional de la Falange enseguida defenestrado, jamás se habrían cometido. Por su parte, quienes miraran con comprensible animadversión al joven Primo de Rivera verán, gracias a la reproducción literal de sus ideas y discursos, que este no era el ogro que les han pintado. Hay aquí una brecha para la comprensión de unos y de otros. Eso es, hoy, mucho.
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