La tribuna
La vivienda, un derecho o una utopía
La tribuna
Hace pocos años andaba yo en Polidor, un restaurantito discreto de París, en la rue du Prince, de mesas con hule a cuadritos, sencilla cocina deliciosa y lavabos deleznables. A mi espalda tenía a dos españoles conversando. El uno en dicción normal y acento más bien mesetario. El otro con fuerte acento catalán pero con sintaxis no ya impecable sino exquisita. Al rato no pude sino girarme y con no poca impertinencia comentarle al layetano mi pesar por la futura pérdida del bilingüismo que se cernía sobre su región y el correspondiente y gratuito desgarro hacia quinientos o así millones de hispanohablantes, más otro tanto que lo estudian. El buen hombre, no sin reticencia, admitía mi argumento, vista la deriva política de su zona.
En estos días, apatrullando pacíficamente la ciudad, me ha sido inevitable el contacto con amplias hordas bizcaitarras de todo pelaje, hechuras y grosor. Me siguen pareciendo mucho más guapas las muchachas de Sevilla, pero este es un comentario machista que no vine a cuento. El caso es que un servidor, lingüista de oficio, que gusta no solo de anotar lenguajes sino acentos en los pocos idiomas que domina, se quedó si no sorprendido sí triste y preocupado al oír a todos, de verdad, a todos los de la camiseta rayada blanquirroja en un perfecto e inteligible español que sin duda les facilitaba la fraternidad idiomática con todo el personal circundante, incluidos ellos mismos entre sí. No por cierto el caso de la más reducida y discreta hinchada mallorquina, a algunos de los cuales sí oí hablar en ese suave acento la lengua que los catalanes quieren monopolizar pese a ser la valencianomallorquina más antigua.
Las próximas elecciones vascas pintan oscuras para la convivencia no ya idiomática sino global en toda aquella región, y de rebote en España, como no puede ser menos. Quien no lo vea o no quiera verlo es un infradotado o un interesado canalla. En un par de generaciones, al ritmo que van las cosas, el cantonalismo ibérico fructificará en fronteras de entendimiento lingüísticas y políticas, a favor de un sector de la población que está consiguiendo hacer ver a sus congéneres que gracias a ellos van a ser más felices, ser más ellos mismos bajo el control de esa interesada panda. No habrá entonces vascos o catalanes que con su acento peculiar hablen mal o buen castellano, como el catalán de mi restaurante, o el vizcaíno del Quijote, recuerden. Vendrán diccionario en ristre, y a la muy ridícula y costosa manera aprobada en nuestro parlamento, quizá traerán traductores y habrán de aprender lo que es la pringá, las ortiguillas, el cazón en adobo y los chicharrones. Entonces, quizá alguno de ellos, a la manera cernudiana, desde sus limbos comunicativos, piense en lo que se ha perdido, no ya en la gastronomía, sino en la comunicación entre las gentes, con el trabajito que costó hilvanar una lengua común, y lo saludable y bello que es ese hermanamiento hablado que a este paso perderemos y perderán de mala manera.
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