La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
La tribuna
El reciente golpe de Estado en Bolivia plantea un reto democrático impostergable: la regulación de las redes sociales contra el uso habitual como arma de guerra. El respaldo internacional del G-7 al documento de Reporteros Sin Fronteras, El espacio global de la comunicación y la información: un bien común de la humanidad, no ha contribuido a mejorar la calidad democrática en la mayoría de países de la OCDE. Antes bien, de Trump a Bolsonaro, tiene lugar una nueva vuelta de tuerca con la razón cínica de la barbarie mientras se intensifica la persecución contra periodistas. Si bien el preámbulo de dicha declaración define la información como un patrimonio universal, la razón neoliberal sigue imperando contra las políticas activas que democraticen un espacio sujeto a una intensiva concentración de poder. Toda proclama en defensa de la calidad informativa y el libre acceso termina por lo mismo resultando papel mojado ante la renuncia al dominio público en el ámbito de las telecomunicaciones. Y lo que resulta aún más paradójico, cuando se reconoce la limitación en esta materia, pareciera que el control discrecional de estos canales de intercambio es solo por el Estado, como con el real decreto validado por el gobierno en funciones estos días atrás en España, y no por el mercado y los oligopolios que imponen en internet el principio de tierra de nadie. En otras palabras, el problema en nuestro tiempo no es tanto la necesidad de buenas prácticas deontológicas de los profesionales y representantes del gobierno como la organización democrática de la infraestructura en manos de los Gafam (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft), las grandes transnacionales que dominan la galaxia Internet adoptando decisiones estratégicas con las que, como vimos, se pueden producir apagones informativos, caso de Brasil en las protestas contra el derrocamiento de Dilma Rousseff, o la censura conforme a la ideología wasp de las movilizaciones en apoyo a Evo Morales. Esto es, no hay libertad de información sin garantías normativas ni fiscalización social, no es posible la deliberación democrática sin dominio público ni diversidad de actores, lo que exige, parafraseando el Informe McBride, además de un solo mundo, voces múltiples. Sin políticas democráticas de comunicación a nivel internacional todo reclamo no pasa de ser un brindis al sol. Máxime cuando hoy el sector tecnológico se halla en pocas manos y bajo tutela de Estados Unidos. En la era de la guerra híbrida, de la guerra psicológica, el debate sobre la red y los manejos que viene aplicando el Departamento de Estado estadounidense debiera ser prioridad en la agenda de la UE, cada vez más dependiente de Silicon Valley. Desde la Cumbre Mundial de Sociedad de la Información en Ginebra, toda discusión sobre el futuro de la revolución digital pasa por la Unión Internacional de Telecomunicaciones, que no solo ha impedido la necesaria gobernanza democrática de la red, sino que ha impuesto la propia marginación de la Unesco en cuestiones sustantivas como la necesaria diversidad cultural. La hegemonía de Estados Unidos en este organismo internacional es tan absoluta que Bruselas se limita a seguir sus lineamientos mientras asiste impávida a un proceso monopólico que vulnera principios fundamentales de la Constitución Europea.
En el XI Congreso Internacional de Ulepicc (www.ulepicc.org), celebrado este mes de noviembre en la Universidad de Sevilla, numerosos académicos han demostrado la correlación existente entre control corporativo de las redes digitales y la manipulación contra gobiernos democráticamente electos en una suerte de reedición de la guerra por otros medios, la llamada cuarta dimensión de la diplomacia pública. Una práctica que tiene sus antecedentes en la carrera aeroespacial y la concepción empotrada, no ya de periodistas, sino de los propios productores del universo Disney en las operaciones militares de los llamados Cuerposde Paz. Visto lo visto, el peligro, en definitiva, no es Moscú, que también, o Pekín, como insisten los medios convencionales, sino principalmente Washington y el imperio del complejo industrial-militar del Pentágono en su promoción de la ciberguerra y los golpes blandos contra gobiernos de progreso que amenazan los intereses estratégicos del gran capital estadounidense. La lenta agonía de Assange representa, en este sentido, el declive de la democracia y la actualidad de la distopía imaginada por Orwell en Gran Hermano. Cabe esperar, no obstante, que en Europa se impulse una activa política común en otra dirección. Pero ello requiere, de nuestra parte, ser conscientes que, en tiempos de guerra, las redes sociales están intervenidas y no precisamente para un proyecto europeo autónomo en favor de la paz y la cooperación internacional. La experiencia de Echelon así lo demuestra.
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