El Grinch y el Niño Dios

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El Grinch y el Niño Dios

22 de diciembre 2024 - 03:10

En la década de los 50, Theodor Seuss Geisel escribió un cuento infantil basado en el Grinch. Dícese de un feo duende, algo añoso y de color verde manzana, que detestaba el consumismo que traía consigo la supuesta magia de la Navidad, ese extraño y huero fosfón por cuya nadería se preguntaba hace poco por aquí Francisco Núñez Roldán. El huraño Grinch (del inglés grounchy, gruñón), no tan conocido como el avaro Ebezener Scrooge del cuento de Dickens, ha inspirado animaciones, series y películas, entre ellas la de Jim Carrey, uno de esos tipos que, para algunos, sólo quiso hacerse famoso para sacarnos de quicio, obligándonos a enseñar el Grinch que llevamos dentro incluso fuera de temporada (la Navidad, o sea).

Más de un año, como sucede ahora, uno ha estado tentado de sustituir al Niño Dios en el pesebre por un feo y verdoso Grinch. El sacrílego cambiazo no habría sido del todo blasfemo, dado que en la ciudad donde vivo, Sevilla, ha salido un turbador crucificado (El Cachorro) y un bellísimo Jesús Nazareno (el Gran Poder) en el impropio mes de diciembre, como culmen de un congreso sobre religiosidad popular (la famosa Magna). Este año, por tanto, no habría resultado blasfemo sustituir el oro, el incienso y la mirra de los misteriosos magos del Oriente por una corona de espinas, los cuatro clavos y la tablilla con el INRI como presentes.

A su modo, el catolicismo piadoso –y es lo que ha ocurrido en Sevilla– ha traído más ruido y confusión a lo ya de por sí ruidoso y confuso, como suelen ser los festejos de la supuesta Navidad o de las Fiestas, en libre traducción para los supremacistas del solsticio. Y eso que el papa Francisco dijo que “la Navidad suele ser una fiesta ruidosa: nos vendría bien estar un poco en silencio, para oír la voz del Amor”. Para un creyente –y uno lo es con la debida insuficiencia– el maravilloso misterio del pesebre es esto mismo, el Amor que todo lo dice callando, el silencio donde el estanque más calmo. Entre tanto regalo pueril y desatado, la regalía del estar en armonía con el silencio del pesebre, como cura para ser compartida.

Dice San Juan de la Cruz que, a veces, “la mayor presencia de Dios es su aparente ausencia”. La falsa y grosera luminaria de la Navidad no hace si no alumbrar este otro cambiazo, pero tan revelador: la presencia de Dios está en su ausencia, en lo que ya no se nota ahí fuera, pero sí por dentro, en el interior donde el pabilo sí prende.

A uno le gustaría pasar estas fechas en Cieza, en Murcia, donde los comerciantes abroncan a su alcalde porque este año no habrá alumbrado navideño para incentivar la chispa de las compras. Más cercano y tentador nos queda La Línea de la Concepción, cuyo regidor por libre, Juan Franco, ha atajado las críticas por la pobretona iluminación de Navidad en su ciudad (aduce que su consistorio tiene sólo 127 millones de deuda y que no está para dispendios). Quien inquieto o decepcionado así lo desee, que se vaya a Brno, la ciudad checa elegida como capital europea de la Navidad (la ensoñación navideña halla aquí la escala de una maqueta invernal perfecta). O si no ahí queda Cazalegas, en Toledo, donde se ha colocado el árbol navideño hecho de ganchillo más alto del mundo, que ha sido tejido a mano por mujeres voluntarias de toda edad. O si no, también, ahí está Rivadavia, el municipio orensano que la marca de ambrosías Ferrero Rocher ha elegido este año para su irresistible decoración navideña.

Me dice un amigo bien cercano que su Nochebuena cabrá toda en un lata de mejillones, la que será su única vianda en la más estricta compañía de sí mismo. Me pregunto si no hay mejor pesebre para el Niño Dios que el de esta solitaria lata de mejillones, reflejo del más solitario comensal, dispuesta a reflejar –y a recibir– el gran misterio de la noche en Belén de Judea.

El silencio también nos convoca en el pesebre, como quien acude al vacío y la calma en un cuadro del romántico Caspar David Friedrich, cuyo 250 aniversario se celebra en Alemania. En su cuadro El monje en la orilla del mar, una inapreciable figurilla religiosa se halla bajo la vasta gasa de un cielo agrisado, frente a una tira de mar crespo y ennegrecido, mientras casi se ahoga su forma liliputiense sobre un adusto promontorio de color terroso. El filósofo Ernst Bloch decía que en este y en otros cuadros de Friedrich entreveía la fragua de una esperanza. “Que alguien haya podido pintar ese cuadro y que nosotros podamos contemplarlo demuestra que no todo está perdido”, dijo.

El pesebre del Niño Dios es como el cuadro del monje, donde el vacío todo lo colma. Hasta el Grinch podría encajarlo bien.

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