La tribuna
El poder de la cancelación
La tribuna
La educación no es asunto que tenga sólo que ver con la transmisión de conocimiento, actúa también sobre las pautas de conducta de los individuos, sus formas de pensamiento o sobre las actitudes y acciones que desarrollan en la vida social. Es decir, la educación modela a las personas, configura identidades. Mientras que en otro tiempo fue la Iglesia la que casi monopolizaba este proceso, a partir del siglo XIX las familias y los sistemas escolares adquirieron mayor protagonismo en la educación. Ya en nuestros días otros medios de comunicación e interacción social, como, por ejemplo, la televisión o las redes sociales, se han incorporado de manera potente al elenco de recursos que intervienen en la educación de las personas.
Si bien la escuela no ha perdido relevancia en la construcción de la identidad de los sujetos, desde mediados del pasado siglo destaca su papel en la distribución de credenciales -títulos escolares- cuya posesión hace posible -o no- que los individuos se incorporen al mercado laboral en condiciones más o menos ventajosas. Es verdad que, desmintiendo un sobreentendido muy común, la posesión de títulos académicos ya no garantiza nada respecto al futuro laboral, pero no deja de ser un requisito. Es decir, disponer de muchos títulos no asegura lograr un buen puesto de trabajo y de nivel económico y social, pero lo hace más probable.
De esta forma, aunque la enseñanza básica es gratuita, las familias -unas más que otras- emplean recursos propios -generalmente dinero, aunque no sólo- para conseguir que sus hijos dispongan de más y mejores títulos (más cotizados) con idea de que accedan al mercado de trabajo en condiciones de mayor competitividad. Según datos publicados por el INE, en el curso 2019-2020 las familias españolas gastaron en servicios educativos (sin contar, pues, el gasto en materiales) 11.417 millones de euros en educación, mientras que en el curso 2009-10, el gasto fue de 8.543. Es decir, en diez años, el gasto de las familias se incrementó en 2.874 millones de euros, un 25%. Por su parte, el gasto público en 2020 fue de 55.266 millones de euros, mientras que en 2010 fue de 53.099, sólo un 3,9% más. Contando con que en este periodo el gasto público fue disminuyendo precisamente hasta 2020, resulta que en estos diez años las administraciones públicas ha reducido su gasto en educación mientras que ha aumentado el gasto de las familias. El caso es que España es de los países europeos en los que el porcentaje de gasto de las familias en educación es mayor (sólo por detrás de Alemania) y el de las administraciones públicas es el menor.
Ciertamente la mayor parte de ese gasto se produce en las etapas que no son gratuitas, es decir, en la Educación Superior y en Bachillerato y Formación Profesional, especialmente en la matrícula; sin embargo lo que resulta llamativo es que el mayor crecimiento se produce precisamente en las etapas que sí son gratuitas, Primaria y ESO. En este caso las familias emplean su dinero en servicios complementarios como comedor, transporte, en libros y materiales o en actividades extraescolares. Sin embargo, el capítulo que más ha crecido es el de lo que el INE denomina enseñanzas no regladas, o sea, clases particulares y academias privadas que complementan la formación que se recibe en los centros escolares. Según un estudio del profesor de la UNED Juan Manuel Moreno, publicado por Esade, en los últimos años el gasto en este último concepto se ha triplicado en España.
Así pues, si la escuela, a través de los títulos que otorga, ofrece oportunidades para la mejor incorporación al mercado de trabajo y a un estatus económico y social, resulta que las familias se afanan en emplear recursos propios para mejorar la competitividad de sus hijos. En la medida en que las administraciones públicas ralentizan el gasto en educación, deteriorando la calidad del servicio y, por tanto, la cualificación del alumnado, las familias incrementan sus gastos. Es evidente que no todas pueden hacerlo en la misma medida, de manera que, en la práctica no todos los alumnos tienen las mismas oportunidades. No es cuestión de más o menos esfuerzo, sino, sobre todo, de más o menos dinero disponible. La realidad de los datos desnuda el mito de la igualdad de oportunidades y el manoseado discurso de la cultura del esfuerzo. Más allá de la gratuidad formal de la enseñanza, son necesarias políticas que minimicen el riesgo de discriminación que inevitablemente producen estas corrientes subterráneas, de manera que la educación, si bien no puede resolver las desigualdades sociales, no se convierta en una de sus causas.
También te puede interesar
Lo último