Friedrich vs. Kafka

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Friedrich vs. Kafka

30 de junio 2024 - 03:10

Entre junio y septiembre se conmemoran el centenario de la muerte de Kafka y los dos siglos y medio del nacimiento de Caspar David Friedrich. Si ustedes recuerdan, Friedrich era aquel pintor alemán de los paisajes inhóspitos y las abadías en ruinas, cuyos cuadros popularizaron una particular forma de soledad, en la que sus personajes suelen darnos la espalda, absorbidos en la contemplación de una naturaleza vasta y silenciosa. En Kafka, sin embargo, la soledad es de muy otra naturaleza. Carece ya del carácter solemne y melodramático a que nos acostumbró Friedrich, para dirigirnos, apresuradamente, a otro dominio: al dominio de la angustia. ¿Cómo se produce este cambio desde la soledad cimera del Romanticismo, donde el hombre es el rival, el amante, el médium de la naturaleza, a este hombre solo que es Kafka, cuya imparidad es ya una modesta imparidad urbana, pareja a la de El hombre sin atributos que novelará Musil poco más tarde?

Para explicar el paisajismo de Friedrich, un paisajismo abisal, de escala sobrehumana, Honour se refirió a “la moral del paisaje”, dando por cierto que el paisaje era una forma de revelar al hombre por su ausencia; pero también una forma de expresar la Creación –Friedrich era un hombre de acendrada fe protestante– de modo lírico y elocuente. En este sentido, debemos recordar que las abadías en ruinas que pintó Friedrich, y que tanto nos gustan por sus virtudes plásticas, simbolizaron el crepúsculo del catolicismo. También simbolizaban, cuando observamos algún paseante solitario, vacante entre las últimas luces, una forma de comunión con la divinidad, cuya lengua es el idioma de los seres que carecen de él. Ese hombre que pinta Friedrich asomado al abismo, o enfrentado al mar, sabe dos cosas: sabe que su dios existe, de manera indudable, y que le habla con la grandeza de las olas, con la albor del hielo, con la determinación del rayo. Nada de esto está al alcance de los personajes de Kafka. Esta misma comunión del hombre y la naturaleza (el hombre par y émulo de la divinidad), es la que encontramos en Los cantos de Maldoror de Isidoro Ducasse, cuando el protagonista se arroja al mar para abrazarse a un gigantesco tiburón hembra (“un tiburón en forma de cariño” escribiría Aleixandre, glosando la imagen). Ese mismo diálogo con lo sagrado es el que impulsará a los grandes solitarios, a los conjurados y malditos que copan el final del XIX: he ahí al abate de la Croix Saint-Jugan, tratando de oficiar, inútilmente, una misa fantasmal y herética en La hechizada de Barbey D’Aurevilly; al mariscal Gilles de Rais, conjurando a Lucifer mediante sacrificios humanos, en el Allá lejos de Huysmans; he ahí a la última criatura sacra del siglo XIX, el Drácula de Stoker (1897), quien muere víctima del ferrocarril, el telégrafo y los winchesters. Es en ese mundo, el mundo voraz y desnaturalizado del oficinista Jonathan Harker, donde los personajes de Kafka adquirirán su sentido.

En la pintura de Friedrich (y de Moureau, de Runge, de Carus, etcétera), las grandes lejanías geográficas o temporales aún exhiben un timbre misterioso, indicio de lo metafísico. En el curso del XIX al XX, el Oriente será el contravalor de lo Occidental, observado por su reverso. ¿Pero cómo es el Oriente en Kafka? Una forma inferior del enigma, basada en lo azaroso, lo laberíntico, lo inextricable. En ningún caso, lo ultraterreno. En Una hoja vieja, unos nómadas armados toman misteriosamente las calles y acaban por sitiar el palacio imperial. En Ante la ley, un hombre solicitará durante años entrar en la “ley”, pero el formidable guardián se lo niega una y otra vez por razones que desconocemos. En Chacales y árabes, animales y hombres se vinculan por una brutalidad ritual, sostenida por el odio. En Un mensaje imperial hay infinitas salas, infinitas calles, un número incalculable y monstruoso de súbditos, que impedirán al mensajero llegar a su destino. ¿Son ese imperio y esa «ley» figuraciones de la Sublime Puerta, del Imperio celeste, del viejo mecano austro-húngaro? No es posible saberlo. Pero sí cabe conjeturar que, en Kafka, el poder se presenta como un arbitrio infranqueable, similar al que obligó a Sherezade a defender, noche tras noche, su cabeza.

No existe ya, en todo caso, el vínculo con la naturaleza (una naturaleza que fue expresión penúltima de lo sagrado), en los personajes de Kafka. Su ámbito parece ser el derecho, en su proliferación urbana y burocrática. Y sin embargo, no es así: es el derecho inclinándose hacia otra cosa; es el derecho donde ya no lo es. En Kafka, la norma se revela por su total ausencia, por su voluble alteración, por un prolijo y estricto incumplimiento.

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