Federico Soriguer

Una ética de la frugalidad

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Una ética de la frugalidad

04 de julio 2024 - 03:09

Se nos llena la boca cuando hablamos de ética o de moral que aunque son palabras que desde sus orígenes están relacionadas con las costumbres, el tiempo ha ido adjudicándole distintos significados hasta asistir en el momento actual a una verdadera inflación moral y también ética. Por eso, no debería de sorprendernos de que, hoy, en demasiadas ocasiones, la moral se sirva a la carta como parte del menú espiritual de cada uno y que la ética, sobre todo la referida a las profesiones, no sea sino una parte más del currículo laboral sin apenas influencia en la conducta. Al fin y al cabo, la humanidad comienza a estar cansada de oírse a sí misma, especialmente ahora que con las redes los discursos morales o éticos se banalizan en boca de cualquiera que tenga un altavoz con el que hacerse oír.

Es por esto, que parece conveniente bajar el tono de la conversación y reconocerse en lo único que verdaderamente tenemos en común: el cuerpo. Mirar el mundo desde este mínimo común nos obliga a pensarnos a nosotros mismos como seres dependientes de una naturaleza promisora, del agua, de los alimentos, de la luz, de la higiene, de la salud física, de la relación con los animales, con las plantas, con la agricultura y sobre todo de la relación con los otros, sin los cuales nuestra supervivencia sería imposible.

Esta visión mínima nos obliga a reconocernos como habitantes de un único mundo, especialmente ahora que no hay finisterres, ni razas humanas, como ha demostrado más allá de toda duda razonable la ciencia, la misma ciencia, por cierto, que a principios del siglo XX contribuyó con sus propuestas eugenésicas a la justificación del racismo, ni hay revoluciones que en nombre de la igualdad justifiquen millones de muertos como los de la revolución rusa, ni víctimas que duren toda la vida como se está viendo estos días en Gaza en donde aquellos que han sido respetados y santificados por el horror del genocidio judío en los campos de exterminio, hoy, en nombre de aquel sufrimiento devastan ciudades enteras y matan a miles de niños hambrientos, encerrados en un gueto no muy distinto al de Varsovia.

Por eso, escarmentados por las grandes palabras, por los grandes discursos, parece prudente dejar de mirar hacia arriba, y volver la mirada hacia nosotros mismos, hacia el cuerpo, a ese mínimo común de todos los humanos, ese que nos duele cuando nos golpeamos, que nos hace sufrir cuando enferma o siente hambre o cuando nuestros seres queridos sufren o mueren. Una ética de la corporalidad que asume la condición frágil, terrestre de los humanos y su pertenencia a la gran comunidad biótica que acompaña a los humanos en este asombroso viaje sideral hacia ningún parte. Sea cual sea nuestra cultura, sea cual sea nuestra posición económica, nuestro poder, nuestras creencias religiosas, vivimos del aire, del agua, de los alimentos y de las relaciones humanas. Somos seres vulnerables, frágiles, contingentes, destinados a morir, dependientes de satisfacer las necesidades mínimas diarias que nos mantienen vivos. Una vulnerabilidad que nos une a la tierra que nos proporciona los alimentos y los cuidados de los otros cuando los necesitamos.

Por eso, es imprescindible la consideración hacia los otros como seres iguales y necesarios, como lo es la protección de la biosfera que nos permite vivir en un pequeño planeta en el que surgieron formas de vida que a lo largo de millones de años han evolucionado hasta llegar a nosotros, seres contingentes, mortales, resultado final de este milagro natural que es la vida en la tierra y la aparición de la conciencia humana. Una ética de mínimos que no es incompatible con la vocación trascedente y espiritual que anida en el interior de los humanos. Una espiritualidad que surge de nuestra propia corporalidad, a partir de la cual aparecen nuevas aspiraciones, como el deseo de transmitir un mundo habitable, y afectos como la gratitud y la compasión.

Esto implica una reconciliación del ser humano con su corporeidad, su vulnerabilidad y su finitud. Una ética en la que la relación de los hombres con la naturaleza forma parte de una nueva “Ilustración ecológica” (así la llama la filósofa Corine Pelluchon), resultado de haber tomado conciencia de pertenecer a un mundo compartido con otros seres animados, humanos o no, e inanimados. Un mundo común y mortal. Una nueva Ilustración en el siglo de las sombras, modesta y responsable, que no considera al hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, la mayor de las soberbias, pues de Dios solo conocemos sus silencios, ni propietario de un planeta con riquezas y bienes que se creían ilimitados. Una nueva Ilustración que coincidiría con esa “tercera Ilustración” que proponía el ultimo E.O Wilson, en Los orígenes de la creatividad humana, que reconoce la vulnerabilidad y la dependencia de los humanos del resto de los elementos y ecosistemas. Una ética de mínimos, una ética frugal, que es también una ética de la supervivencia imprescindible para poder navegar con dignidad el futuro que nos espera.

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