César Romero

Un escritor casi póstumo

La altura del vuelo de la prosa de Arroyo-Stephens en este texto, en este libro, es casi inalcanzable. Con levedad cuenta la verdad de una vida. De la vida

Ilustración Tribuna
Ilustración Tribuna / Rosell

22 de junio 2024 - 08:10

Hay escritores que escriben y escriben desde su temprana mocedad, sin haber vivido ni tener qué contar, enmascarados bajo héroes de cartón-piedra, y que cuando sí viven no lo saben contar, se han quedado en los adolescentes letraheridos que fueron. Hay escritores que, pese a la panza y las canas, aún arrastran al niño que en su día le daban collejas en el patio del colegio. Y hay escritores en los que reverbera el niño listo que no necesitaba ser el matón del grupo para encabezarlo, que despreciaba tanto al miedica llorón como al acosador cobarde. Hay escritores que viven y viven, y viven lo leído y leen lo vivido, y sólo tardíamente se ponen a escribir, y entonces lo hacen como desatados, en una carrera contra el tiempo que saben perdida, porque el tiempo sigue siempre ya sin nosotros, pero saben que a veces, pocas, pueden lograr algunas páginas que ese viento inexorable no se lleve por delante.

Manuel Arroyo-Stephens (1945-2020) es uno de éstos. Aunque se ganara la vida con el comercio, como librero, editor, representante de artistas (un auténtico “amigo del comercio”, parafraseando el acertado título de Antonio Escohotado, intelectual de su generación con quien comparte similitudes: su ir por libre, sus hondos saberes, su mirada radical, por buscar las raíces, no por extremista, etc.), siempre fue escritor. Y fue escribiendo y publicando cosas sueltas, esporádicas, pero quizá sólo al editar a los setenta años Pisando ceniza, una de las pocas auténticas obras maestras del siglo XXI español, y al descubrir que había dado con su tono, con una voz distinta sin quererse distinguida, y que ese tono había encontrado una gavilla de cálidos lectores (y tengo para mí que sin este relativo éxito su fervor por escribir hubiese sido menos espoleado), en un lustro acelerado pulió viejos textos, y fue capaz de reeditar alguno, y dejó preparados dos libros póstumos: el excelente Mexicana (2021) y el recién publicado De donde viene el viento, que sigue la estela de Pisando ceniza, y está a su altura. Dos quintos del libro reúnen ocho textos variados que, bajo el común denominador de la referencia a ciudades (Berlín, Sevilla, Londres, etc.), son una equilibrada mezcla entre narrativa con cierta ficción (como el dedicado a Oporto), mucha memoria revisitada, es decir, reinventada (así el texto Ignacio el moribundo, donde cualquier iniciado puede adivinar a conocidos personajes sevillanos) y discretas lecciones de ensayismo sin pretensiones pero certeras (el capítulo final, Ocho cartas a Polífilo, es tan ameno y profundo como una tarde de charla sin prisas en una terraza de hotel, y deja perlas como estas: “Un amigo sevillano me convenció de que hay que ahorrar en todo menos en propinas” o “Han empezado a gustarme las mujeres que me tratan como si fuesen mi madre y se comportan como si fuesen mis hijas”).

El grueso del libro lo forman sus tres textos primeros. Un hombre de negocios cuenta la parte menos conocida, la más comercial, de Arroyo-Stephens, aunque tal vez tenga mucho de ficción. En Cuatro Quijotes están sus vivencias más famosas, las del librero y editor, y del militante del PCE que, tan amigo del comercio, encajaba poco en aquel partido. Es el capítulo más celebrado por revistas y críticos, con pinceladas que en diez palabras perfilan a Rosales, Dámaso Alonso, Benet, María Zambrano, etc., una pieza que retrata una época, el llamado tardofranquismo, con ironía y verosimilitud, sin falseamientos y con una prosa similar a la de Región luciente, el capítulo de Pisando ceniza dedicado a su relación con Bergamín. Prosa sólo superada por la del texto inicial de esta obra póstuma, Mi madre es una trucha, quizá lo último que anduvo puliendo en el verano de 2020, antes de que agosto se lo llevara (como vaticina en el mismo, por cierto). Entre tantas piezas sobresalientes, ésta es superior. En ninguna la prosa-iceberg de Arroyo-Stephens, esa que muestra sólo una parte de cuanto lleva dentro, alcanza una cota similar, en ninguna su mirada afilada ilumina con tan raro encanto: parece que vuelve a ser el niño que mira el mundo por vez primera y luego ya sólo recuerda, y descubre que el amor quizá sea carne de repetición, una costumbre, e intenta contarse desde su madre, que se bañaba todo el año en las frías aguas del río Cadagua como una trucha, aunque en verdad quería ser un pájaro. Porque vuelan, eso le dijo al hijo cuando le preguntó por qué le gustaban tanto los pájaros. La altura del vuelo de la prosa de Arroyo-Stephens en este texto, en este libro, es casi inalcanzable. Con levedad cuenta la verdad de una vida. De la vida.

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