La tribuna
Cristianismo: un enfoque pragmático
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Tradicionalmente se ha definido al hombre de varias maneras. Como animal racional o social, rey de la Creación, imagen y semejanza de Dios… Sin negar el acierto de estas definiciones, propongo añadir una diferente no menos real, que me atrevo a definir de la siguiente forma: “El hombre es el único ser vivo capaz de construir por su propia mano e inteligencia instrumentos que proveen a su autodestrucción física o psíquica”. A veces ambas cabalgan juntas.
Entre los primeros, qué duda cabe, las armas nucleares ocupan una posición señera. Dentro de los segundos están aquellos que conforman el universo frankenstein. Se trata de artefactos, cada vez más sofisticados, que comprometen la identidad humana y su futuro, amenazando con introducir una mutación profunda en el hombre tal y como nunca se ha visto. Es obligado citar aquí los que conforman el amplio espectro del transhumanismo, la robótica, la manipulación genética o la inteligencia artificial.
Los argumentos que se suelen utilizar para conjurarlos y quedarnos así tranquilos son de sobra conocidos: no hay instrumentos buenos o malos, dependen del uso que se haga de ellos (como si no existieran personas que los usan mal con graves consecuencias para los demás); la inteligencia humana es capaz de controlar la máquina; es posible llegar a un acuerdo mundial para limitar los excesos y el uso perjudicial de los avances científicos (como si a ello no se contrapusiera el choque de intereses). O este otro argumento: el hombre, a largo de su historia, ha sabido adaptarse a fuertes cambios. Sin embargo, a pesar de la reiteración de estos argumentos, no dejo de ver en ellos una cierta ingenuidad, una confianza excesiva o, sencillamente, la necesidad de una paz interior.
Hace poco saltaba a los medios la declaración de 300 científicos alertándonos sobre la necesidad de control de la inteligencia artificial para así evitar la “extinción” humana. Es cierto que no es esta la primera vez que, a través de manifiestos y declaraciones, se nos avisa de peligros casi apocalípticos para la Humanidad, nunca del todo, afortunadamente, consumados. Recordemos los años 60 y las negras previsiones del Club de Roma sobre nuestro futuro, y las de Malthus, mucho antes, sobre los negativos efectos de superpoblación. O las de catástrofe climatológica, hoy tan en boga.
Sea como sea, el mito de Frankenstein amenaza con hacerse real: la construcción por el ser humano de artilugios tan poderosos y potentes que le resulten a la postre incontrolables: “El hombre –afirma el historiador Marc Bloch– dedica su tiempo a construir mecanismos de los que luego se vuelve prisionero de un modo más o menos voluntario”. Tendemos a confiar en el sentido común, la bondad y la capacidad del hombre para discernir sobre el buen o mal uso de nuestros propios avances tecnológicos y, por tanto, en el control de nuestra obra. Pero en un mundo tan globalizado, con tantos intereses contrapuestos, políticos y económicos, un fuerte individualismo y una docilidad manifiesta a lo que denominamos progreso, parece difícil que la marcha emprendida se pueda controlar y frenar. Y nos viene a la mente a este respecto otra frase hecha, donde nuestra capacidad de control parece salir derrotada: “Lo que se pueda hacer se hará”. O esta otra: “¿Quién puede poner alambradas al campo?”
Pues bien, esta idea podría aplicarse al tema que aquí nos ocupa y preocupa. ¿Quién pondrá coto al bombazo que suponen los progresos alucinantes de la inteligencia artificial, cuyo Chat GPT no es sino un paso importante, pero no definitivo? A pequeña escala vemos un problema similar en el abuso de los móviles, convertidos ya en una verdadera plaga, que junto a las ventajas (¿qué no lo tiene?), va dejando un número cada vez mayor de niños y jóvenes, pero también de adultos, en un alto grado de dependencia, mientras la lectura, no digamos ya la reflexiva, la comunicación presencial con amigos y familiares y la atención decaen día a día. El uso del móvil se ha hecho ya incontrolable, porque quienes tendrían que evitarlo, padres y docentes, están igualmente colgados o se ven incapaces de filtrar todo lo que llega continuamente a las pequeñas pantallas de sus protegidos. En los más concienciados con el problema se observan signos evidentes de resignación e impotencia.
¡Qué decir entonces de la inteligencia artificial, que mueve tantos intereses económicos y políticos, y afecta poderosamente a los procesos de aprendizaje, la veracidad y hasta el propio empleo! Tal vez estemos ya, como apuntan dichos científicos, ante un Frankenstein que se nos está yendo irreversiblemente de las manos hasta convertirnos en servidores del invento, y que aun argumentando ahorro de tiempo, capacidades increíbles, eficacias inusitadas, mayor tiempo libre, puede terminar transformándonos en tecnodependientes profundos, como, a un nivel más epidérmico, sucede ya con los móviles.
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