Un Dios necesario

11825951 2025-04-12
Un Dios necesario

Un paseo por la ciudad se convierte a veces en una oportunidad para encontrar lo inesperado. Me llama la atención una lacónica leyenda escrita con spray sobre la puerta de una iglesia cerrada y abandonada que dice en dos palabras: Dios existe. A pesar de la clausura del culto, el creyente que lo escribió necesita convencer o convencerse de lo que afirma. Pero también de que Dios no necesita iglesias para manifestarse porque está en todas partes. No obstante, si Dios no necesita templos, procesiones o imágenes para mostrarse entre los hombres, tampoco es necesario un letrero que lo afirme o que lo niegue como el necio en su corazón. Lo lógico en estos tiempos habría sido escribir que Dios está ausente.

La afirmación de la existencia de Dios se hace no sobre cualquier pared sino sobre la puerta de un templo vacío y tal hecho no deja de ser muy simbólico y muy expresivo de la decadencia o la crisis de la fe y de la Iglesia. Una Iglesia que tiene que recurrir a grandes actos públicos para intentar recuperar inútilmente a los fieles que abandonaron los lugares de culto y que dieron la espalda a Dios. Una Iglesia que está lejos de la espiritualidad y a merced de las cosas mundanas. Una Iglesia que ha huido de la omnipresencia de Dios. Una Iglesia que me recuerda la conducta de Jonás.

Dios tenía un plan para él: dirigirse a Nínive y anunciar entre sus calles la amenaza de destrucción si sus habitantes no abandonaban su inmoralidad, su violencia y su codicia. Conociendo la voluntad divina Jonás se niega a cumplirla con la excusa de la gentilidad de los ninivitas, y ante la insistencia de Dios huye de su presencia y se embarca hacia Tarsis. Pero al poco de navegar el barco zozobra en medio de un mar agitado. Sus compañeros de viaje le piden que rece a su Dios y Jonás, asumiendo su culpa, ordena que le arrojen al mar que de inmediato se calma. Engullido por una ballena se aloja en su vientre durante tres días con sus noches; y en medio de aquella tenebrosa soledad y de su insondable silencio, implora a Dios perdón por su desobediencia prometiendo cumplir su misión. Y el pez lo vomita a tierra. Su muerte es su renacimiento.

Jonás acepta ir a Nínive para anunciar una destrucción de la ciudad que al final no se lleva a cabo. Así pues, la profecía resulta fallida porque Dios perdona a los ninivitas arrepentidos. Jonás se siente frustrado. Su esfuerzo ha sido en vano. Acaso Dios se ha servido de él como un falso profeta Y Jonás, humillado, se irrita y prefiere la muerte. No acepta ni ha comprendido la función que le ha sido asignada y por esa razón el suicidio al que apela es la forma de su frustración como profeta. De un hombre que no ha aceptado su nimiedad y el poder misericordioso de Dios. Se considera un ser que se basta a sí mismo. Va anunciando la palabra de Dios pero una vez que la voluntad divina se opone a sus ideas se rebela contra ella. Jonás es un hombre de nuestro tiempo. Cree haber sustituido a Dios y por eso lo niega.

Nínive era un mundo sin Dios y el vacío que deja su ausencia sume al mundo en un caos y nada bueno presagia. Así lo han entendido muchos hombres de saber. En una ocasión, Javier Marías, durante una conversación informal con Umberto Eco, le confesó que todo el mal que sucede en el mundo procede del hecho de que los hombres ya no creen en Dios. Tiempo atrás, añadía Eco, los hombres estaban convencidos de que todos sus actos tenían al menos un espectador que nos comprendía o nos condenaba. Incluso al morir, cuando uno es olvidado, solo Dios nos recuerda y conoce nuestro nombre y nuestra vida.

En abril de 1961, Hannah Arendt recordó una conversación con Golda Meir que tuvo lugar durante los días del proceso a Eichmann. Lo que dijo la entonces ministra fue lo siguiente “Usted entenderá que, siendo yo socialista, naturalmente no creo en Dios. Creo en el pueblo judío”. “A mí –confesaba Arendt– estas palabras me parecieron escandalosas y tan absorta me dejaron que me quedé sin respuesta. Pero habría podido responderle: la grandeza de este pueblo brilló en una época en que creía en Dios, y creía en Él de tal manera, que su amor y su confianza hacia Él eran mayores que su temor ¿Y ahora este pueblo solo cree en sí mismo? ¿Qué bien puede derivarse de ello?”.

La leyenda del creyente anónimo sobre la puerta del templo vacío es una afirmación categórica pero también expresa una necesidad, la necesidad de Dios, para calmar nuestra inquietud, para reparar el mal del mundo, para recibir la muerte en paz.

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