La tribuna
No es arte, es violación
Un señor de cincuenta y tantos años llegó a su asiento en un vuelo lleno de gente y al llegar y verlo no lo quiso. El asiento estaba al lado de un hombre negro. Enfadado, llamó inmediatamente a la azafata y le exigió un nuevo sitio. Dijo: “No puedo sentarme aquí junto a este negro”. La asistente de vuelo respondió: “Déjeme a ver si puedo encontrar otro asiento”. “Deme su nombre, por favor”. “Abas Ca Ca”, respondió el racista. Después de hacer una comprobación, la azafata volvió y le comunicó: “Señor no hay más asientos en clase turista, pero voy a consultar con el comandante a ver si hay algo en primera clase”. A los 10 minutos la azafata regresó y dijo: “El comandante confirma que hay una plaza libre en primera clase. Es política de la empresa no mover a una persona desde la clase turista a primera clase, pero como sería un escándalo obligar a alguien a sentarse junto a una persona desagradable, el comandante permite hacer el cambio a primera clase”. Antes de que el blanco racista pudiese decir nada, la azafata hizo un gesto hacia el hombre de color y le dijo: “Por tanto, señor, si usted es tan amable de recoger sus objetos personales, nos gustaría que se mudase a la primera clase, pues no queremos que usted se siente junto a una persona despreciable”. Los pasajeros de los asientos cercanos dieron un aplauso mientras que otros ovacionaron poniéndose en pie.
Enojado, el tal Abas gritó para que todos le oyeran que faltaban patriotas en España. “Estos negros son los que vienen a nuestra patria a quitar el trabajo a los españoles”. A renglón seguido añadió con furia: “Y además no quieren trabajar; vienen a vivir del Estado, a costa de los impuestos que pagamos todos los españoles”. Un pasajero de la última fila preguntó: “¿En qué quedamos; vienen a quitarnos el trabajo o vienen a no trabajar para vivir del Estado?”
Ante el silencio de Abas, que se sentó farfullando palabras soeces, se oyó a un tal Alí Ben Ven llamar a una azafata para exigir un cambio de asiento; no quería tener como vecina a una joven blanca, ataviada con una minifalda y una blusa blanca que dejaba al descubierto parte de sus pechos y sin cubrirse la cabeza. No hubo respuestas ni de la azafata ni del capitán.
Los pasajeros que volaban en ese avión recibieron una lección gratis y bastante elocuente. Abas, el blanco racista, y Alí, el integrista islámico, mantenían idénticas posiciones. Algún pasajero murmuró: “¡Dios los cría y ellos se juntan!”
Algunos de los pasajeros estaban deseando llegar a su casa. En sus caras se podía adivinar preocupación y temor. Un empleado de unos grandes almacenes, casado y con tres hijos de 14, 15 y 18 años, acababa de ser despedido de su empresa. Se cerraba la misma y todos a la calle. Su miedo no tenía nada que ver con lo que tantos Abas Ca Ca pregonan para captar el voto de los poco avisados. El miedo de muchos españoles no es el saber que cualquier día pueden entrar okupas en sus casas. Tampoco piensan que sus hijas vayan a ser violadas por el primer inmigrante que se encuentren a su vuelta de una fiesta. No temen que les roben por la calle cuando, al caer la noche, salgan a recoger a sus hijos menores de edad. Ese no es el miedo de ese trabajador sin empleo; su pánico radica en saber si podrá encontrar pronto un nuevo trabajo. Su temor es no poder atender al pago de la hipoteca. Su depresión comienza a parecer cuando no sabe si su hijo mayor, que quiere iniciar una carrera universitaria, podrá pagar el alquiler de una habitación en cualquier piso compartido de la capital de España.
Esos son los miedos que de verdad angustian a los españoles que se las ven y se las desean para llegar a final de mes. Y a esos miedos no dan respuestas ni los Abas Ca Ca ni los Alí Ben Ven. Los primeros predican eso de que donde mejor está el dinero es en el bolsillo de los ciudadanos. El problema es que hay bolsillos que llevan mucho tiempo vacíos. Quienes predican ese disparate piensan de la misma manera que piensan los independentistas con sus singularidades y cupos.
Los segundos, los Alí, son los que indican y obligan a pensar como ellos, a sentir como ellos, a vestir como ellos, a comer lo que digan ellos y a morir si no se obedece a ellos. Entendería que los más abandonados se alejaran de quienes tienen la obligación de articular una política que tienda redes para que nadie, si se cae, se caiga al vacío. No se comprende que nueve millones de franceses voten a quienes meten miedo de contrabando. No creo que nueve millones de franceses sean todos fascistas.
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