Conrad y la voluntad perdida

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Conrad y la voluntad perdida

08 de septiembre 2024 - 03:09

Cuando Conrad escribe El corazón de las tinieblas cuenta con algo más de cuarenta años y posee, presumiblemente, una depurada concepción del mundo. Durante su juventud, Conrad ha navegado por África, Asia y Oceanía, y es a través de este oficio como llegará a conocer de cuanto se expone en su nouvelle, publicada por entregas en 1899 y recogida en libro en 1902. ¿Qué es lo que se nos revela en este Heart of Darkness, cuyo terror, algo embarnecido por el fin de siècle, es un terror, a un tiempo, arqueológico y moderno? En un primer momento, la cruel explotación de los habitantes del Congo en beneficio de Leopoldo II, rey del nuevo reino de Bélgica, creado en 1830. En un segundo término, el modo en que se articula dicha explotación, y la naturaleza civilizatoria que se le atribuye. Un tercer aspecto –el que nos interesa aquí–, es la forma en que sus protagonistas conciben tales crímenes; y más concretamente, la forma en que el narrador, Charles Marlow (y el propio Conrad, según se desprende de la obra), entiende la locura de Kurtz y el hecho que la desencadena. Un hecho, digámoslo ya, extraño a la voluntad del criminal, quien se ve absorbido, devorado, enajenado, por la presencia maléfica y arcana de la selva.

Recordemos que Marlow es el marino encargado de remontar el río Congo para rescatar a Kurtz, un diligente miembro de la compañía belga, destinado al acopio marfil en la profundidad de la jungla. Según vamos sabiendo, Kurtz es “un hombre notable”, muy espiritual, de ideas elevadas, cuya eficacia como recolector de marfil le promete un excelente futuro en la compañía. Pero también sabemos otra cosa, extraída de quienes lo han conocido en algún momento: Kurtz es sobre todo “una voz”, una música brillante y persuasiva, capaz de arrebatar la voluntad de sus interlocutores. Esa misma capacidad es la que Conrad, a través de Marlow, atribuye a la selva. Incluso –o principalmente–, desde el punto de vista clínico. Cuando Marlow se someta a una rutinaria revisión médica, todavía en Europa, el doctor le pedirá permiso para medirle la cabeza, porque “a la ciencia le interesa observar los cambios mentales que se producen en los individuos en aquel sitio”. Dichos cambios son los mismos que ha imaginado Marlow, al comenzar su relato junto al Támesis, cuando piensa en los primeros romanos que llegaron allí, a un país cubierto de pantanos. Según Marlow, aquellos hombres de la antigüedad debieron sentir, ante una Britania húmeda y lacustre, la “fascinación de lo abominable”. “Podéis imaginar –continúa Marlow– el pesar creciente, el deseo de escapar, la impotente repugnancia, el odio”.

Este proceso de regresión a una brutalidad primordial es el que atribuye Conrad a la selva. No a la sevicia del propio Kurtz, fruto de una maldad refinada e impune, que lo induce al crimen lucrativo; sino a una precipitación natural, impremeditada, en el oprobio, que convertirá al hombre civilizado y espiritual, al archieuropeo Kurtz, en un dios sanguinario. “La tierra no parecía la tierra –dice Marlow–. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí... allí podía vérsela como algo monstruoso y libre”. Esta cualidad monstruosa, agresiva, de la Naturaleza, como opuesta a lo civilizado, es la que conducirá, también ineludiblemente, a execrar de lo salvaje y a la conocida petición de Kurtz: “¡Exterminad a estos bárbaros!”. Por otra parte, el Kurtz seducido por la voz inarticulada y opaca, por el silencio vivo y ominoso de la jungla, es el mismo que seducirá a los salvajes, convertido él mismo en dios vengativo, para conducirlo todo a ese magma anterior al hombre, al salvajismo extremo, donde la humanidad se diluye. En cierto modo, Kurtz será una figuración, un heraldo, un émulo de la selva, que llevará su violenta nueva a un paroxismo de sangre. Vale decir, a una pureza orgánica, brutal, extrahumana.

Esta misma concepción determinista y aciaga de la Naturaleza; este mismo prejuicio que contempla la violencia como un primitivismo que brota al caer el estado civilizatorio, es el que encontramos, convertido en monstruosidad geológica e intemporal, en la obra de Lovecraft. En cualquier caso, las fuerzas que operan en Conrad son fuerzas ajenas a la razón, y por tanto, sugestivas y estupefacientes como una música. Muerto Kurtz, uno de sus familiares alcanzará a sospechar la naturaleza vertiginosa y última de aquel espíritu. “Electrizaba a las multitudes. Tenía fe, ¿ve usted?, tenía fe. Podía convencerse y llegar a creer cualquier cosa. Hubiera podido ser un espléndido dirigente para un partido extremista. ‘Qué partido’, le pregunté. ‘Cualquier partido’, respondió. ‘Era un... un extremista’”.

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