La tribuna
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Desde que apareció en la famosa trilogía “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, en nombre de la Igualdad, como también en el de la Libertad, la Democracia, la Patria o Dios, se han justificado, y justifican, acciones incluso genocidas o etnocidas que sin esa coartada no serían aceptadas y menos glorificadas. De hecho, su invocación se realiza, casi siempre, para impedir cuanto no se atenga al modelo de sociedad que conviene precisamente a los que son beneficiarios de la desigualdad vivida desde arriba. Hoy, escuchamos con insistencia que es preciso garantizar “la igualdad de todos los españoles”.
La recepción positiva de mensajes como este ocurre, generalmente, por una consideración errónea sobre qué sea la igualdad. Ya de partida, el decir que es preciso “defender la igualdad” puede suponer dos cosas diferentes. La primera, que la igualdad ya existe; para algunos desde que en la Revolución Francesa los súbditos fueron declarados “ciudadanos iguales ante la ley” y, para otros, aquí, desde que se aprobó la Constitución del 78. Pero habría que preguntarse si esa igualdad legal, en la medida –relativa– en que exista, ha sido llevada al ámbito de la realidad. Sería difícil responder afirmativamente cuando en las sociedades actuales reina la desigualdad y esta es la norma en las relaciones entre ellas.
La segunda visión de la igualdad la considera como un objetivo a alcanzar, por lo que la cuestión sería cómo acercarse mejor a ella: cómo hacer real lo que es una aspiración o, a lo más, una declaración legal retórica. El problema, entonces, es que, en el mundo occidental, las soluciones casi siempre se plantean en el marco sacralizado que, desde el pensamiento ilustrado hasta el neoliberalismo actual (incluyendo a jacobinos y a los marxistas ortodoxos), tiene como eje central que solo el individuo es sujeto de derechos.
No por casualidad, en una primera etapa, los Derechos Humanos solo incluían aquellos necesarios para la defensa de los individuos ante el poder omnímodo del Estado. Contemplaban al ser humano en abstracto, obviando todos los niveles en los que se modela nuestra identidad como personas: ser hombre, mujer o pertenecer a una minoría de sexo-género; ser miembro de un consejo de administración, empresario o trabajador asalariado, precarizado o desempleado; ser blanco, negro o gitano; joven, adulto o mayor; compartir creencias (o no creencias) e ideologías diferentes entre sí; expresar los sentimientos, relacionarnos y entender la vida de acuerdo con la cultura que hayamos interiorizado, sobre todo “por vía láctea” como le gustaba decir a Antonio Gala… Por razones biológicas y, más aún, culturales no existe, ni puede existir, un retrato-robot válido para todos los seres humanos. La diversidad y no la uniformidad (que no hay que confundir con la igualdad) es la característica básica de nuestra especie. Lo que ocurre es que las diferencias han sido tomadas como excusas para establecer desigualdades, tanto a nivel individual como colectivo. Y muchos plantean, equivocadamente, que para superar estas lo mejor sería eliminar, o no atender, aquellas.
¿Adónde quiero ir a parar? Pues a que, partiendo de que la igualdad hoy apenas existe en el mundo de lo real, si queremos avanzar hacia ella como objetivo es un grave error tratar de la misma manera, igualitariamente, a los desiguales. Que lo son por haber sido construidos socialmente como tales a partir de, o atribuyéndoles, diferencias supuestamente naturales e inmutables (racismo y sexismo) o privándoles del acceso a los Bienes Comunes y a las esferas de poder (clasismo y colonialismo). Por eso, en los diversos ámbitos de desigualdad son necesarias políticas de reconocimiento de derechos específicos y de discriminación positiva a las personas y colectivos que la sufren. En esto consiste la equidad. Y es en esta línea en la que se ha producido la ampliación de los Derechos Humanos a los ámbitos social y cultural, y también de los derechos políticos al reconocerse en convenios internacionales el derecho al autogobierno (a la soberanía) de los pueblos-naciones.
Ciñéndonos al tema de la organización territorial de estados que, como el español, niegan la evidencia de contener diversas identidades nacionales (históricas, culturales y políticas), quienes claman que hay que defender una igualdad que no existe y niegan las consecuencias políticas de esa diversidad o están enmascarando la defensa de un estatu quo desigualitario que les otorga a ellos privilegios o, como es frecuente en Andalucía, sufren del “síndrome del colonizado” (consistente en mirar la realidad con los ojos de quienes nos han convertido en colonia).
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