F. Javier Merchán Iglesias

La caza, la escuela y la política educativa

La tribuna

Asistimos estupefactos a una banalización del papel del sistema educativo, convertido ahora en una especie de manual de autoayuda para alcanzar sin dinero la felicidad

La caza, la escuela y la política educativa
La caza, la escuela y la política educativa

29 de octubre 2019 - 02:31

No hay día en el que partidos y gobiernos de uno y otro signo subrayen la importancia de la educación y se precien de ser los que más atención le prestan, los que más recursos destinan y los que más hacen por ella. Diríase, entonces, que, junto a la sanitaria, la política educativa fuera la niña mimada de nuestros gobernantes. Sin embargo, cuando nos distanciamos del discurso y nos aproximamos a la realidad, da la impresión de que todo es meramente artificio, una estrategia publicitaria que trata de vender mercancía averiada. Desde luego habrá que mantener la esperanza de que esta sea una impresión equivocada, pero los hechos nos empujan hacia el pesimismo que, en este caso, no es más que un optimismo bien informado.

Si la etapa del señor Imbroda como consejero de Educación y Deporte del llamado Gobierno del cambio se inició con aquella ocurrencia de las clases de verano para combatir el fracaso escolar, habrá que ver ahora cómo se las arregla con esta otra que le insta a promover la caza y la actividad cinegética en los centros escolares. Esta brillante idea, fruto del acuerdo de los partidos que apoyan al Gobierno de la Junta de Andalucía -de los tres, PP, Cs y Vox- no puede ser considerada más que como una ocurrencia exótica. A estas alturas de la historia produce cierto sonrojo pensar que semejante iniciativa pueda aportar algo relevante a la formación de niños y jóvenes. No es cuestión de estar a favor o en contra de la caza -ahora éste no es el debate-, sino de si este asunto tiene que ser objeto de atención en las escuelas, más allá de su consideración como actividad de las tribus del Paleolítico Superior. Desde luego ningún argumento se ha planteado al respecto, seguramente porque no estamos ante una iniciativa pensada con criterios y fundamentos en pro de la mejora de la educación, sino que se trata de otra cosa. Quienes con tanta ligereza como insistencia han venido acusando a docentes y libros de texto de practicar adoctrinamiento en las escuela, tendrían que hacérselo mirar cuando proponen que se fomente en las aulas la afición a prácticas cuando menos controvertidas. No se nos escapa que la cosa va más allá de lo que pone en el envoltorio, pues de lo que se trata es de modelar las conciencias infantiles en un cierto estilo de patriotismo deportivo e inconsistente que en otros lares se presenta como constitucionalismo.

Es probable que estemos sólo ante un teatrillo cuyo argumento principal es la aprobación de los Presupuestos de la Junta a cambio de un poco de publicidad gratuita. Seguramente el plan trazado en el documento del tripartito tendrá muy poco recorrido y en una o dos semanas -después del domingo electoral- pasará a mejor vida, languideciendo en una vía muerta hasta apagarse. No será necesaria instrucción alguna, será la propia escuela la que con sus mecanismos de autoinmunidad acabe reduciendo a este cuerpo extraño que se le pretende incrustar.

Sin embargo, a pesar de su probable limitada trascendencia práctica, la exótica ocurrencia de los firmantes del acuerdo no es del todo inocua, permite advertir algunas de las ideas que subyacen en ciertos círculos acerca de cuál debe ser la función de la educación. Pues según esta iniciativa, no sería el conocimiento o la cultura, sino las tradiciones, el deporte, la vida sana, y otras ambiguas e ingenuas generalidades las que deben constituir el objeto principal de la educación. De esta forma, asistimos estupefactos a una banalización del papel del sistema educativo, convertido ahora en una especie de manual de autoayuda para alcanzar sin dinero la felicidad, ocultando de manera vergonzante su función de guardería y adoctrinamiento.

Por lo demás, la propuesta de promocionar la caza en los centros escolares, deja otra vez al descubierto la intimidad de la política educativa. Al situarla como un florero con función meramente decorativa, al que se echa mano cuando vienen las visitas, la política educativa se ubica verdaderamente en el nivel más secundario de la acción de los gobiernos, contradiciendo la gravedad de los discurso grandilocuentes a los que se nos tiene acostumbrado. Es difícil pensar otra cosa cuando un día tras otro, una legislatura tras otra, constatamos la carencia de decisiones de calado y la inflación de ocurrencias de distinto signo. Y a falta de política, el vacío se llena con el ensoñamiento de que existen fórmulas tecnoburocráticas capaces de operar el milagro del éxito educativo.

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