La tribuna
No es arte, es violación
Lamenta la ministra de Vivienda lo difícil que será para turistas como ella tomarse en Málaga “un vino y un espeto” si los camareros malagueños no tienen donde vivir. Satisfecha de su discurso, lo pregona en las redes sociales. ¿Se la imaginan comentando algo así sobre Madrid o Barcelona, las ciudades con más turistas de España y que también sufren de escasez habitacional? La anécdota nos ilustra rudamente sobre el lugar que ocupa Andalucía en el imaginario de los españoles, incluidos aquellos que dirigen el PSOE y gobiernan el Estado.
En unos días hará 42 años de que Rafael Escuredo fue elegido presidente por el primer Parlamento Andaluz. En aquellas elecciones el PSOE barrió al PSA, su principal rival en la izquierda moderada y artífice de la concienciación andalucista “por un poder andaluz”. El PSOE disfrutaba del mayor respaldo jamás alcanzado en esta tierra: 53% en unas votaciones con más del 66% de participación. Es decir, el 35% de los andaluces llamados a votar optaron por su papeleta. En comparación, Moreno Bonilla, también con mayoría absoluta, solo ha conseguido que el 25% del censo elija la papeleta del PP (44% de voto y 58% de participación).
El gobierno de Escuredo representaba a una comunidad que había arrancado a la naciente democracia española, en una lucha a cara de perro, la capacidad de sentarse en pie de igualdad a la mesa de las grandes decisiones del Estado. El “problema andaluz” impregnó la legislatura de 1979 y desencadenó la caída de Adolfo Suárez. El PSOE presidía por tanto una comunidad de gran influencia dentro de España, con un flamante estatuto para desarrollar una administración propia que respondiese a las lacerantes necesidades de desarrollo, y respaldado por una población convencida de estar protagonizando su destino político. Nada representaba mejor aquel momento que el lema que repetían cada día las emisoras de la SER: “Siéntase orgulloso de ser andaluz”.
En los 35 años siguientes se dilapidó paulatinamente aquel enorme capital político. Se construyó una administración burocratizada e ineficiente, más enfocada a controlar la sociedad andaluza con mecanismos clientelares que a estimular su dinamismo en el contexto de la entrada en la Unión Europea y la emergente globalización. Se renunció a intervenir con voz propia en el debate territorial con el respaldo de una población concienciada. Los presidentes de la Junta de Andalucía situaron la táctica electoral del PSOE a escala española por encima del interés estratégico de los andaluces. El resultado fue una Andalucía que no acabó de despegar y que en el imaginario colectivo español quedó de nuevo encuadrada en los tópicos de siempre con inusitada intensidad.
Los posteriores gobiernos de Moreno Bonilla han presumido de un propósito regenerador y de acometer reformas para favorecer la competitividad y la actividad económica, pero ese impulso parece disiparse. Valgan dos ejemplos: los ceses y nombramientos arbitrarios en las instituciones culturales andaluzas nos alejan de los valores de una democracia avanzada; y la insistencia en un turismo intensivo que asfixia nuestras ciudades no parece conducirnos a un mejor horizonte socioeconómico. Los análisis del Observatorio Económico de Andalucía o las estadísticas del INE muestran que Andalucía crece, pero no consigue superar de forma sostenida la media española ni reducir nuestras brechas en indicadores clave como la renta de los hogares (solo por delante de Extremadura) o el PIB per cápita (último lugar). Nuestros jóvenes entre 18 y 30 años continúan emigrando y los resultados educativos PISA siguen de mal en peor. El PP parece cada vez más el administrador de ciertos intereses particulares que el propulsor del progreso general de los andaluces.
Moreno Bonilla, como sus antecesores del PSOE, sigue supeditando su liderazgo como presidente de Andalucía a la táctica que dicta su partido para “las comunidades del PP”. Del otro lado, Pedro Sánchez consagra nuestro rol subalterno. Su atención preferente a las reivindicaciones de los independentistas; el desdén hacia nuestras necesidades de inversión; y la disposición para dar a Cataluña un régimen fiscal privilegiado, antes que corregir la infrafinanciación que arrastra Andalucía, constatan la muy secundaria consideración que merecemos en la visión estratégica del PSOE.
Todo lo anterior explica las palabras de la ministra de Vivienda, y uno no puede dejar de pensar en cuánto tardaremos los andaluces en dotarnos de gobernantes que peleen por algo más que servirle a España “un vino y un espeto”.
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