Javier González-Cotta

La cabaña del tío Thoreau

La tribuna

Si hay que regresar, pues regresemos al redescubrimiento de la urbe, que es el mayor logro de la civilización. La ciudad no es ningún albañal putrefacto

La cabaña del tío Thoreau
La cabaña del tío Thoreau

20 de mayo 2017 - 02:35

De un tiempo a esta parte se prodiga cierto fervorín por el filósofo de la vuelta a la naturaleza Henry David Thoreau (1817-1862), uno de los grandes padres del pensamiento norteamericano. Veganos en plan peñazo, ecologistas y animalistas exacerbados (la larga cuerda verde es alargada), lo leen hoy con torcido entusiasmo (quizá no sepan que Thoreau llegó a zamparse un pequeño mamífero crudo). El caso es que muchos tienen a su obra Walden como icono, como guía para regresar en plenitud a la ubre de la Madre Naturaleza.

Se va a cumplir ahora el bicentenario de este filósofo de heladora mirada y sotabarba (muchos veces nos lo muestran bien barbado, como reclamo del decadente mundo hipster). Hemos leído algunas de las obras que ahora, aprovechando la efeméride, se lanzan con un nada censurable fin mercantilista, pero que el propio Thoreau tal vez recriminaría.

De Thoreau se ha dicho que viene a ser la radical vuelta de tuerca del Beatus Ille de Horacio. No basta con deleitarse con las célebres odas al campo. Hay que ir más allá del trino de los pajarillos, el chapoteo de los riachuelos, el viento céfiro que agita la cebada por entre praderías y cambrones. Thoreau hace de la vuelta al bosque, del cobijo de la cabaña frente al lago, un acto de agitación, un postulado de rebeldía contra lo que él definía como "vida mezquina" (el dinero, la propiedad, el qué dirán, las fatuas riquezas, etc).

En su Walden (el nombre lo toma del lago Walden, junto al que construyó su mítico chozo en la región de los Grandes Fríos, en Massachussets), Thoreau aboga por la llamada "medicina eupéptica". Según el prospecto, la cura eupéptica es la pócima que nos procura felicidad y espanta toda malicia y dolor. Uno la toma adecuadamente si, por ejemplo, sabe regocijarse ante la embrionaria luz de la aurora o si desea hacer de la propia vida una tabla de ejercicios para la plenitud. Nada distinto, por otra parte, de los cristianos padres del desierto, tan enjutos, tan desprendidos, y a quienes sí profesamos mayor admiración por la estética de su renuncia a sí.

Ser felices en el aprendizaje de la naturaleza es ­-grosso modo- la legítima propuesta de Thoreau. Pero los caminos para alcanzar la felicidad son inescrutables, tanto o más que los de Nuestro Señor Jesucristo. El divertido Jules Renard era muy práctico y decía que la felicidad consistía en buscarla. Simplemente. Para Voltaire se era feliz con el cultivo de un jardín (el añorado padre Mundina debió ser felicísimo a través del mimo de las macetas). Quiere decirse que se puede ser feliz o intentarlo de muchos modos, a veces de lo más contrapuestos. Al menos para Kant, el ser humano podía evitar toda desazón por medio de la risa, el sueño y la esperanza. Otros dirán que un partido de fútbol nos procura la felicidad soñada, o una palmera de huevo, o una película del inefable Kaurismäki, o la música de nuestro grupo favorito, o...

El biógrafo de Thoreau, Robert Richardson, dice que el autor del Walden se interesó mucho en cómo la naturaleza escribía y se expresaba por sí misma. El viento, la lluvia, la nevada hablaban por sí mismos. Sólo había que saber interpretar la armonía del gran arcano. Había que incorporarla, depurarla para lograr un saludable estadio de felicidad. Suele afirmarse que Thoreau no fue nunca un adoctrinador. Y es verdad. Según él cada cual, en su despojo personal, intransferible, debía redescubrirse. Individualismo sí, pero en comunidad.

Respetamos por supuesto el fervor por Thoreau. Pero aquí estamos, con permiso de ustedes, para molestar un poco de forma razonable (o saludable). Uno no duda de las bondades que procura la naturaleza en su pureza animal. Pero, si es por elegir, uno prefiere el reglamento sobre la estirpe y el tumulto, el esplendor civil de la convivencia. Esto es: la ciudad. Si hay que regresar, pues regresemos al redescubrimiento de la urbe, que es el mayor logro de la civilización. La ciudad no es ningún albañal putrefacto, ni el panal de codicia reconcentrada que nos pintan quienes la detestan. Con sus incontables molestias, la verdad es que muchos hemos aprendido a quererla por encima de la ira que a veces, muchas veces, nos procura. Y más aún si preferimos leer a estos otros padres tan distintos a Thoreau, desde el griego Hipódamo de Mileto, el primer urbanista europeo, a Lewis Munford, autor de La ciudad en la historia.

Obviamente resultaríamos obscenos y simples si intentáramos aquí contraponer naturaleza o ciudad. Vida asilvestrada o vida aceptablemente hacinada. Compartimos con Thoreau algunas cosas, entre ellas el que fuera un extraordinario caminador. Pero sí él se regocijaba en el aleluya del mirlo, en el pálpito del fondo del lago, otros preferimos admirar sobre el asfalto mojado, charco tras charco, el bello arcoíris del gasoil.

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