La tribuna
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Existe un generalizado consenso en que los cuatro pilares del llamado Estado del bienestar son la garantía de cumplimiento para todas las personas, por parte de las administraciones públicas, del derecho a la salud, del derecho a la educación, del derecho a la jubilación y del derecho al cuidado de los más dependientes (niños pequeños, ancianos, enfermos crónicos, discapacitados…). Podríamos ampliar el número de pilares en relación con otros derechos (o incluir estos en alguno de aquellos): derecho a una vivienda digna, a no ser superexplotados laboralmente, a una información veraz, a desarrollar la cultura en sus múltiples dimensiones, a participar en el debate y decisiones sobre los asuntos colectivos, a pensar y poder expresar con libertad lo que se piensa, a no ser discriminados a causa de la identidad de género o etno-nacional… Y aún quedaría el derecho más básico, el que cimenta y sintetiza a todos los demás: el derecho a vivir y a decidir sobre la vida propia (biológica, sexual, sentimental, profesional) de forma autónoma, sin que ni dioses, ni reyes, ni financieros, ni políticos de profesión puedan decidir por nosotros. Este derecho básico se asienta en la dignidad de cada ser humano, que debería ser inviolable. Pero, para que no quede en simple retórica, ha de concretarse en una serie de derechos y en instituciones públicas que los garanticen. No basta con su enumeración y reconocimiento formal, sino que es preciso construir estructuras y servicios que garanticen su cumplimiento para todas las personas, sin que estén condicionados por ninguna circunstancia.
La idea de construir un Estado del bienestar surgió en Europa tras la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial y ante lo que era percibido por las élites económico-políticas como "la amenaza del comunismo" (de la conversión a este de amplias capas sociales). Fue una especie de pacto social mediante el que una parte de los beneficios empresariales y también un porcentaje de los ingresos de los trabajadores eran transferidos al Estado, vía impuestos, para establecer unas condiciones de vida que fueran aceptables para las mayorías sociales y sus representantes político-sindicales. Lo que hasta entonces había sido beneficencia o caridad para pobres dio paso a servicios públicos universales. Que han sido más o menos eficientes dependiendo del contexto político-social: de cuáles fueran las políticas fiscales de cada país y del grado de influencia de las organizaciones de trabajadores. De ahí que en el Estado español su puesta en marcha fuese tardía y parcial.
Cuando en los años 90 desaparece el fantasma del comunismo y tiene lugar la revolución neoconservadora -globalización neoliberal, deslocalización productiva, liderazgos de Thatcher y Reagan, paso de la socialdemocracia al social-liberalismo, etc.-, el Estado del bienestar entró en crisis porque ya no era necesario para garantizar la estabilidad del sistema. Y porque el propio Estado fue siendo despojado de la mayor parte de sus atribuciones comenzando por la política monetaria, transferida a bancos centrales exentos de control político. No sólo las empresas estatales, sino también los servicios públicos esenciales -los que tienen que ver con los pilares del Estado del Bienestar- se convirtieron en nuevos campos para el beneficio económico de las grandes corporaciones, lo que se hizo -y continúa haciéndose- a través de privatizaciones y de lo que se ha dado en llamar "colaboración público-privada". No sólo se trata de cambios en la propiedad, sino también en la lógica de funcionamiento de lo que sigue siendo formalmente público pero ahora está regido por la búsqueda de rentabilidad a través, sobre todo, de la reducción de costes. Es esto lo que explica la saturación de todos los servicios, el descenso de su calidad y la extensión de la precariedad en quienes trabajan en ellos. Así como la dificultad de avanzar en la garantía de derechos que apenas habían sido traducidos en servicios públicos, como en el caso del Reino de España ocurre con los cuidados a los dependientes, la educación entre 0 y 3 años y no digamos la Renta Básica Universal e Incondicional.
Es este contexto, y no sólo la incompetencia de los responsables políticos y la ceguera de los intereses partidistas -evidentes por demás-, lo que explica la situación que sufrimos desde que comenzó la pandemia. El Covid-19 ha desnudado las carencias y vergüenzas de un "Estado del bienestar" a medio construir y en profunda crisis, al que le han saltado todas las costuras. Situación que no puede revertirse con declaraciones retóricas ni con tics autoritarios como el de enviar a barrios invadidos por el virus a policías en lugar de a sanitarios. ¿Para garantizar el bienestar de quiénes?, cabría preguntarnos.
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