La tribuna
Gaza, el nuevo Belén
El 3 de octubre se han cumplido 1.178 años desde que la ciudad recibió la insólita, como terrorífica, visita de los mayüs (en árabe, «adoradores del fuego»).
Este es uno de esos episodios de la historia hispalense que llaman mucho la atención, pero del cual apenas disponemos de información. Relatos quedan de estas invasiones o strandhögg (en nórdico, «campañas de saqueo»), aunque confusos y, comúnmente, divulgados sin conocimientos científicos.
Actualmente uno de los investigadores de referencia a nivel nacional sobre dicho pueblo es Iván Curto Adrados, además de Margarita Torres Sevilla, entre otros.
El primer ataque de los vikingos a la Península se produjo en el verano del 844, pero fueron derrotados por el rey astur Ramiro I. La flota escandinava, compuesta por unos 54 drakkars (en nórdico, «barco largo»), continuó su avance hasta alcanzar Lisboa el 20 de agosto, donde durante trece días cometieron toda clase de atropellos. Por temor a que los árabes, después de la sorpresa, formaran un ejército más organizado, decidieron proseguir con su avance hasta llegar a la desembocadura del Guadalquivir.
El 29 de septiembre, a 60 km de la ciudad hispalense, se produjo un primer enfrentamiento contra patrullas musulmanas. Dos días después, el día 1 de octubre, y según cuenta la crónica de Al-Nuwayri, cuatro naves se adelantaron para inspeccionar hasta llegar a Coria del Río. Allí tuvo lugar otro combate, en el cual los nativos «quedaron derrotados, pereciendo gran número y cayendo muchos en manos de los mayüs». Esta última victoria allanó el camino de los vikingos hacia Isbilya (Sevilla), quienes habían establecido su base en Isla Menor.
El 3 de octubre, tras conocer que el gobernador huyó a Carmona y que la ciudad no contaba con tropas ni guiadas, ni preparadas, pusieron proa hacia el Arenal. Primero quemaron los arrabales, para luego luchar cuerpo a cuerpo hasta lograr quebrar las puertas de la muralla. La desmoralización y horror que cunde entre la población, es aprovechada por los mayüs para, en un loco desenfreno, pasar a cuchillo a todos los rezagados. Durante una semana se prolongó la orgía, vagabundeando por la ciudad, robando, comiendo e incendiando. Según la crónica Rotense: «grandes masas de musulmanes, parte por la espada y parte por el fuego, fueron exterminadas». Agotados los recursos, cargaron sus barcos con prisioneros y mercancías para regresar a su campamento, 30 km río abajo.
No contentos, volvieron a Sevilla en una segunda ocasión. Buscaron infructuosamente tesoros y objetos valiosos, pero solo encontraron gentes aterrorizadas que se dieron a la fuga. Aprehendieron a los ancianos o imposibilitados, a los cuales reunieron en una de las mezquitas, donde les dieron muerte. Dicho templo, testigo de tan alevoso crimen, en lo sucesivo se la conoció por mezquita de los Mártires.
Estos salvajes sucesos, tan cercanos a Córdoba, llegaron a Abd-al-Rahman II, que ya tenía conocimiento del ataque efectuado en tierras lusas, quien aceleró la formación de tres cuerpos expedicionarios.
Todo indica que el ejército musulmán entabló una pequeña escaramuza contra los normandos quienes, tras sufrir algunas pérdidas, prefirieron retirarse a sus embarcaciones sin sufrir persecución. Después, las tropas emirales lograron entrar en Sevilla, pero dentro fueron atacadas por los normandos. Tras resistir un día, y por temor a ser emboscados, se replegaron a Carmona y el cortijo de Cuarto (Dos Hermanas).
El siguiente paso de los generales, y según el cronista Ibn ‘I?ari, fue hostigar a los invasores en todos los frentes hasta conducirlos a una gran batalla. Esta fue la de los campos de Tablada, la cual aconteció el 11 de noviembre del 844. Sobre ella las crónicas hablan de que «perecieron muchos de ellos (vikingos), siendo ahorcados algunos en Sevilla, colgados otros de las palmeras de Talyata (Tablada) y quemados treinta de sus barcos (…). El emir comunicó el feliz desenlace a todas sus provincias, y les mandó (a los sevillanos) la cabeza del líder vikingo y de doscientos de los mejores guerreros».
Retirados unos pocos a Isla Menor, los supervivientes decidieron retirarse definitivamente en la manera que narra Ibn al-Qutiyya:
«(…) y todos juntos descendieron río abajo, mientras los habitantes del país los llenaban de improperios y maldiciones, tirándoles piedras. Llegados a una milla más debajo de Sevilla, los mayüs gritaron: - ¡Dejadnos en paz, si queréis rescatar los prisioneros! -. Dejando entonces el pueblo de arrojarles proyectiles consistieron rescatar a los cautivos a todo el mundo. La mayor parte de ellos pagaron su rescate; pero los mayüs no quisieron tomar oro ni plata, aceptando solo víveres y vestidos».
Considerando el largo viaje de vuelta por mar hasta Normandía o Dinamarca, no es de extrañar que prefirieran recopilar lo necesario -alimentos y abrigo- antes que metales preciosos.
Algunas bandas de vikingos desperdigadas y rendidas, cuentan que lograron salvar la vida y abrazar el islam. Se asentaron en el bajo Guadalquivir, teniendo fama de especialistas en la cría de ganado y producción de leche y sus derivados.
A raíz de estas invasiones el Emirato andalusí organizó una flota capaz de defender las costas andaluzas, construyéndose al efecto astilleros y ampliando las murallas de Sevilla.
En el 859 otra flota vikinga arribó a la desembocadura del Guadalquivir con ánimo de alcanzar Sevilla. Sin embargo, por los exploradores los vikingos se informan de que numerosos bajeles repletos de guerreros omeyas se acercaban con ánimos de rechazarlos. Ante esta amenaza, levaron sus anclas y se dirigieron al Estrecho, donde tras atravesarlo saquearon las islas Baleares, y más costas mediterráneas.
Por último, en el 966 los vikingos nuevamente intentaron atacar Sevilla, pero los drakkars, ya cercanos a Silves (Algarve, Portugal), fueron interceptados por una flota hispalense, la cual no echó en olvido sus atrocidades de un siglo antes. Con esta última expedición acabó la amenaza normanda sobre la perla del Guadalquivir.
Fueron tan grandes la fama y el terror que este pueblo dejó que, en las iglesias, al rezar, los fieles invocaban las siguientes palabras: «A furore normanorum, libera nos Domine».
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