La tribuna
Solo lo verdadero
El segundo mandato de Trump ha inaugurado el que llaman como el Año II del Trumpoceno. Ha superado la era hasta ahora conocida, la del Antropoceno, referida a la época más reciente del cuaternario (de mitad del siglo XX, con el hiato del primer Trump, hasta el 20 de enero de 2025). Obedecía a la era marcada por la perniciosa acción del hombre sobre los sistemas naturales.
En un cólico de lírica desesperanza, alguien dijo también que la geografía es la piel del mundo cuyo carcinoma da lugar a fronteras rotas, conflictos y guerras. Desde la Segunda Guerra Mundial no existía tal número de conflictos regionales en el mundo. Entre el Sahel y el África negra, la ignorada guerra de Sudán es la que mayor número de desplazados ha provocado en la historia reciente. De Taiwán a Kosovo, del Paralelo 38 en Corea a la Siria de los fundamentalistas ahora amables, en casi cualquier pliegue del mundo habita el pálpito solapado pero extensivo de una gran conflagración para lo por venir (esa Tercera Guerra Mundial de la se habla sin ambages).
Frente a la costa tropical de Granada, hemos leído que el mar de Alborán se ha convertido en una autopista marítima para buques de guerra y submarinos rusos cargados de aterradores pepinos. Recuerda al tráfico de sumergibles soviéticos por el Bósforo en la Guerra Fría clásica, desde el Mar de Azov y el Mar Negro hasta el Mármara y el Egeo, a través de la cánula de los Dardanelos, donde Troya. Y si seguimos aquí, de chapoteo en el mar Egeo, sus aguas siguen provocando hoy una guerra en sordina entre Grecia y Turquía para ver quién perfora antes y mejor los yacimientos de gas ocultos en el fondo marino (las violaciones del espacio aéreo entre griegos y turcos son práctica común).
Más allá del pulso a China (Taiwán aguarda su hora), el Año II del Trumpoceno ha llevado el foco al Canadá (endeble ya Justin Trudeau, icono del gobernante bonito) y a la porfía por el canal de Panamá como si se tratara del juego de mesa del Risk (me pregunto si alguien se acuerda ya del dictador Manuel Antonio Noriega y de la invasión norteamericana de 1989). De la ahora mediática Groenlandia (oficialmente danesa bajo un nacionalismo vago), se habla de sus ingentes recursos naturales, pero pocos asocian la última Thule, envuelta en su blanca silenciosidad, con ese confín del planeta donde existe mayor número de suicidios en el mundo. No es por la escasez de horas solares, sino por otras cuitas más sombrías, relativas a la falta de identidad y a cierta asintonía respecto al mundo en sí (los originarios inuit no escapan del ahorcamiento, que en tierra de avezados cazadores es no obstante el método preferido para los suicidas del hielo).
El colmillo americano –ecos de la doctrina Monroe– que se cierne sobre territorios insospechados, evidencia el tedio que Trump y sus tecnoacólitos sienten por los conflictos que se estancan, provocando un marasmo impropio en la era de la velocidad nerviosa y la domótica que va del Despacho Oval a casi cualquier estancia del mundo.
La guerra de Ucrania, con su analógico poso (más allá de la batalla de los drones), derivará probablemente en un obligado trueque con Putin (honor por réditos prácticos para Zelenski). En Gaza, la tercera fase de la fragilísima tregua abrirá la velada pregunta de quién administrará finalmente semejante y lúgubre erial y quién echará a quién hacia el mar.
El Año II del Trumpoceno perfila además la otra geografía de la polarización que en todo ámbito penetra en el mapa interior de las mentalidades y configura el inconexo mundo de hoy. Oxfam advierte que sólo el 1% de la población atesora más riqueza que el 95% de la población mundial. Según Public Opinion Quarterly, se demuestra que las personas mayores son más proclives a la información dudosa y al disparate, pero no por impericia digital, sino porque las noticias falsas confirman su ideología y lo que ya piensan. Derribado el muro de Berlín en el mundo de ayer, el número de muros disuasorios se ha disparado hasta cifras escandalosas (existe cierto lobby que sobre los gobiernos ejercen capitales especializados en obras de remoción y tecnología para la vigilancia).
A menudo y contra lo que se piensa, la juventud no es más que el desdoro de la ilusión perdida. El Trumpoceno II ha sido confirmado por la gerontocracia de las urnas. Recuerda Eileen Truax en 5W que sólo cuatro de diez jóvenes de entre 18 y 29 años votaron en las elecciones ganadas por Trump. El Congreso, nutrido por millonarios, es un club de sexagenarios ante un presidente casi octogenario, como lo era Biden, donde la casta de cara amable. Es lo que hay.
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