La tribuna
La vivienda, un derecho o una utopía
Simón era el nombre del joven conductor colombiano que nos llevó a mi mujer y a mí desde nuestro hotel en Manhattan al aeropuerto de Newark.
Durante el traslado, que duró algo más de media hora, tuvimos ocasión de mantener una conversación con alguien que formaba parte de esa cada vez más numerosa minoría que se identifica con la etiqueta de latinos. Hubo que preguntarle muy pocas cosas a Simón para que nos obsequiara con una elocuente exposición acerca de su aventura migratoria. Nos contó que lleva en esta tierra de promisión cerca de dos años. Muy contento porque su situación es legal gracias a un juez que le creyó cuando declaró que era imposible vivir libremente en un estado como Colombia. Adujo ante su señoría que su patria tiene por presidente de la República a un ex guerrillero y actualmente dirigente de la izquierda, Gustavo Petro; un comunista, vamos. En un país como los Estados Unidos, en el que llamar socialista a alguien es tacharlo de antiamericano, y la libertad se considera el máximo valor político muy por encima de la justicia y la igualdad, se ve que la mayoría de los jueces son muy sensibles a peticiones de refugio como la de Simón.
Trabaja del orden de diez a doce horas diarias, fines de semana incluidos, pero muy contento, porque se puede comprar unos jeans carísimos cuando le venga en gana y adquirir una televisión de súper-ultra-HD y muchísimas pulgadas, e incluso viajar a algún lugar de tarde en tarde. Ama a su patria, a la que percibe desvalida ante una política económica que le ha hecho extraviarse del recto camino.
No le fue fácil llegar a la tierra donde los sueños se hacen realidad, donde hay oportunidades de sobras para quien esté dispuesto a hacer lo necesario para llegar a ser rico. Eran sus propios familiares, ya instalados en los Estados Unidos, quienes durante varios años lo frenaron en su deseo de ir para allá, mintiéndole –ahora lo sabe– acerca de lo dura que es la vida en este país. Asegura que lo entiende, que él ahora, ya instalado, comprende que no puede continuar este flujo migratorio continuo y sin límites.
Ahora Simón es un orgulloso self made man norteamericano; se constata en su discurso, impregnado de admiración hacia una nación que percibe envuelta en un aura de fortaleza invencible. Una fortaleza que él está convencido de que se sustenta en su modelo económico, fundamentado en el libre mercado y en la santidad de la propiedad privada, pilares irrenunciables de toda sociedad rica. Tiene grandes planes este joven colombiano. Tan pronto reúna la cantidad de dinero necesaria empezará a comprar inmuebles en algún punto del paradisíaco litoral venezolano caribeño. Ahora muy baratos, dada la actual coyuntura política de Venezuela, pero cuando colapse el régimen bolivariano-comunista los activos inmobiliarios allí subirán como un cohete por el efecto salvífico del mercado turístico global, y ¡pum!, millonario de la noche al día por obra y gracia del milagro especulativo que fomenta el libre mercado.
Antes de que nuestro chófer nos dejara en nuestro destino le preguntamos: ¿quién crees que ganará las próximas elecciones? Entonces, en un inesperado giro de guion, nos confió que una famosa pitonisa mediática que él seguía había profetizado que una mujer de color llegará a presidir la República, y que ella será la que llevará al país a una crisis económica como no se había conocido antes, poniendo de esta forma fin al imperio norteamericano.
Con aquella aciaga premonición llegamos al aeropuerto. Mientras nuestro conductor diligentemente abría el maletero y extraía nuestro equipaje bajamos de su lujoso coche. Al pasarme las maletas, al tiempo que le daba yo la obligada propina, se acercó a mí lo suficiente para verle el crucifijo dorado que pendía de su cuello. Nuestra cordial despedida concluyó por su parte con un “que Dios les bendiga”.
De esto hace ya dos meses. Hoy conocemos el desenlace de lo que entonces se tenía por una reñida competición electoral. Imagino a Simón yendo y viniendo, conduciendo su soberbio vehículo, que es de su propiedad –como tan orgullosamente se encargó de hacernos saber– sintiéndose parte de la fraternidad global de los propietarios del orbe capitalista, proyectando negocios que le hagan progresar por la senda embriagadora del enriquecimiento individual; aliviado ahora tras la sobrada victoria de Donald Trump que impide que se cumpla la maldición femenina de la mestiza que iba a llevar al país capitán de los ultrarricos a la ruina.
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