La tribuna
Muface no tiene quien le escriba
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Nunca un responsable político había sugerido que el Rey pueda eludir su obligación de sancionar el acto emanado de un poder del Estado. Esto es exactamente lo que ha ocurrido cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid ha puesto en cuestión que el Jefe del Estado firme los indultos que, según parece, el Gobierno de España va a aprobar en beneficio de los líderes independentistas catalanes que cumplen condena. Este hecho plantea un interrogante jurídico, muy sencillo de resolver, pero también posee un significado político constitucional que merece reflexión.
En una monarquía parlamentaria el Rey no es un poder del Estado, esto quiere decir que, en el ámbito de sus funciones institucionales carece del elemento de discrecionalidad que caracteriza a la expresión de lo político. En esta equidistancia e imparcialidad respecto de la lucha partidista se cifra buena parte de la compleja legitimidad de una institución cuya renovación no es competencia del cuerpo electoral, sino que se somete al azar de la herencia genética. A este respecto, todos los actos del Rey vinculados a la eficacia de otros poderes son, como se designa tradicionalmente, actos debidos, de cuyo cumplimiento el Rey no puede abstraerse.
Desde este marco teórico básico, la pregunta de si el Rey puede no sancionar los controvertidos indultos se responde sola. La opción de no hacerlo constitucionalmente no existe. El Jefe de Estado no puede llevar a cabo un juicio político sobre la oportunidad de estos, ni tampoco, obviamente, uno jurídico. Se puede discutir, y así lo hace mi estimado colega, el profesor Eloy García, si neutralidad es sinónimo de neutralización, y si el Rey puede hacer, no política, sino política constitucional, amparado en la función moderadora o arbitral que la Constitución le otorga. En cualquier caso, dicha tarea moderadora, cuyos contornos serán siempre delicados, no tiene cabida dentro de las funciones constitucionales de la Jefatura del Estado para la integración de la eficacia de los actos normativos del poder ejecutivo o legislativo. La negativa del Rey a sancionar una ley o un decreto del Consejo de Ministros constituiría un incumplimiento flagrante de sus funciones constitucionales y la quiebra inequívoca de su legitimidad. En definitiva, el Rey sólo podrá no firmar los litigiosos indultos si previamente abdica.
Lo que se acaba de explicar es una noción básica de nuestra cultura constitucional. Así, solo desde la ignorancia manifiesta o desde un desprecio calculado hacía la institución en aras del propio interés político, puede un responsable público trasladar a la sociedad el debate de si el Rey sancionará o no una disposición. A este respecto, cualquier estudioso o teórico de la Monarquía Parlamentaria sabe que el porvenir de la misma está vinculado a su imagen de neutralidad. Dicha neutralidad puede circunscribirse normativamente, como hace el Título II de nuestra Constitución, eliminando todo espacio de discrecionalidad, todo elemento político, en las funciones del monarca. Ahora bien, hay otro presupuesto de la Monarquía Parlamentaria que no puede garantizarse normativamente, y es el de que ningún partido político haga de esta institución emblema de su propia identidad o intereses. Que resulta mucho más lesivo para la Monarquía Parlamentaria su utilización partidista que el discurso republicano es algo bien advertido por los clásicos, y especialmente relevante para la experiencia española. Creo que es evidente que ese celo a la hora de respetar la neutralidad de la institución ha quebrado, como tantas otras cosas, en los últimos años, donde se han hecho habituales las apelaciones al Rey en un intento, ciertamente arriesgado, de redefinir ideológicamente su lugar institucional. En cualquier caso, la cuestión que nos ocupa ahora es diferente, pues se ha insinuado que el Rey ha de hacer algo que la Constitución le impide. Desde luego, no tengo duda de que Felipe VI firmará esos indultos, si finalmente se conceden, pero creo también que lo que hubiera sido un trámite inadvertido, como todo acto debido, va a adquirir ahora una significación simbólica que, paradójicamente, puede servir para reivindicar algunas de las virtudes de la monarquía parlamentaria como forma política, en un momento no precisamente fácil para ella. Y para hacerlo, además, no frente a los convencidos, sino frente a sus detractores. Siempre se ha sabido que hay algo inescrutable y azaroso en los principios de legitimación de la Monarquía y puede que, en este caso, un acto de ignorancia inexcusable a la postre haya concedido al Rey cierta fortuna.
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