La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
La tribuna
Afinales del año pasado apareció una reedición de los libros escritos conjuntamente por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, obra que, más que de dos autores, es de un tercero: suma y síntesis de las dos personalidades encarnadas en un ser de papel y tinta.
Es fascinante el análisis de las obras escritas entre dos creadores, impropiamente calificadas a veces como compuestas "a cuatro manos" como si fueran ejecuciones pianísticas. La literatura se escribe con diestra o siniestra y, si dos son quienes lo hacen al alimón, estos lo harán con dos manos derechas, o una derecha y una zurda, o una zurda y una diestra o, en fin, de manera doblemente zurda.
Bioy y Borges atribuyeron muchas de las páginas escritas entre ambos a un tal Bustos Domecq, segundo apellido jerezano donde los haya. En Andalucía, y más concretamente en Sevilla, tenemos dos pares de escritores con notable obra creada en colaboración, en ambos casos obra dramática salida del telar de hermanos contemporáneos entre sí: Serafín y Joaquín Álvarez Quintero de un lado; Manuel y Antonio Machado, de otro. El tiempo hizo que aquel fuera mano derecha, izquierda este.
Su peripecia vital es conocida: muy cercanos (hasta el punto de firmar juntos varias piezas), los separó la guerra, sorprendidos por ella en zonas distintas: en Burgos, de paso el mayor, triunfó el Alzamiento; el menor, Antonio, defendió con su voz la República y en enero de 1939 tuvo en Colliure la muerte que deploramos todos. La madre murió enseguida, esa anciana que, perdida ya la cabeza (una suerte, dada la situación), preguntó que cuándo llegaban a Sevilla. Manuel publicó semanas después un Saludo a Franco no menos lastimoso, dado lo sucedido. Entre la altisonancia belicista, pedía al Caudillo: "Que sean tu nueva hazaña/ estas paces que unirán/ en un mismo y puro afán/ al hermano y el hermano…" Sin duda pensaba amargamente en el suyo propio.
Como muchos de los escritores que quedaron en España, elevó Manuel Machado cantos a los vencedores. Más forzados por el entorno que por convicción, lo hicieron Cunqueiro y otros, conmilitones en los años de la contienda y de la posguerra. Pero el mejor Manuel Machado no es el que aportó un soneto a la famosa corona para José Antonio Primo de Rivera (fusilado a quien ahora se impide homenajear) o el que pergeñó versos de urgencia para otros políticos o militares.
Si la guerra fratricida se le cruzó en el camino, con el grave revés personal que aparejó, no menos adversa fue esta para su obra literaria. Quien quiso retirarse de la poesía con Ars moriendi (1922) se vio urgido a reincidir cuando ya creía haberlo dicho todo. Aunque Goethe dijera que todos los versos son de circunstancias, en ningún poeta, salvo las excepciones de rigor, estos están a la altura de los urdidos por fatalidad. De otra parte, la facilidad en la versificación es traicionera, y construir un soneto digno puede llegar a ser lo más indigno para quien los ha escrito magistrales. Manuel Machado tiene un puñado de ellos en su primera época: FelipeIV de Museo aún reina sobre la poesía del idioma más que el monarca del mismo nombre sobre las Españas de su tiempo.
El Machado que garabatea maquinalmente composiciones que leídas con ojos de hoy pueden parecer nacionalcatólicas -tantos huesos de santos y materias patrióticas- tiene el precedente de muchos poemas anteriores a 1936 e incluso, tres lustros antes, a la dictadura del padre de José Antonio. Porque cantar la historia de España no fue un pronto que le diera a los camisas azules: seguía una tradición manifestada de mil formas que en este Machado, don Manuel, está presente ya en Castilla (1900), su conmovedor poema épico-lírico sobre el Cid y la niña. En 1920 canta a los conquistadores con motivo del Día de la Raza: "Todavía / decir Cortés, Pizarro o Alvarado, / contiene más grandeza y más poesía/ de cuanto en este mundo se ha rimado".
Hay otra vena manuelmachadiana que tiene más que ver con el virtuosismo de la forma, aprendido en Darío y, pasado por el flamenco, puesto al servicio de cierto aire crápula y desengañado. Es la que cuajó en seguidores como Fernando Ortiz, Felipe Benítez Reyes y, muy notablemente, Javier Salvago. También la prosa lo recuerda: está próximo a salir El querido hermano, obra con la que el cordobés Joaquín Pérez Azaústre ha obtenido el Premio Málaga de Novela. Habla de la fraternidad que hubo entre quienes escribieron a dos manos. Aún habrá quien le critique no amputar a Manuel y recordarlo.
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