La tribuna
Muface no tiene quien le escriba
La vida no es como el ajedrez. Pero la guerra, cuando la lejanía nos impide oler la pólvora, oír los gritos de los heridos y saborear la sangre, sí se parece un poco al juego. Un juego cuyas reglas, sencillas y conocidas por casi todos, permiten a los analistas militares imponer cierta estructura en lo que por naturaleza es caótico, y facilitan la comprensión de quienes no se sienten cómodos con el lenguaje militar. Con esta licencia, que en absoluto implica un intento de blanquear la lacra de la guerra, intentaré arrojar algo de luz sobre lo que ha ocurrido en el último año en la sufrida tierra ucraniana.
Como el lector sabe, el tablero de Ucrania no puede estar más desequilibrado cuando Putin, con las piezas blancas, abre la partida con todo a su favor. Él mismo, como rey, parece invulnerable en su palacio de Moscú. Cerca de él está la aterradora reina blanca, el arma nuclear, distante pero imponiendo su ominosa presencia sobre todo el tablero, donde nada se mueve sin mirarla de reojo. Cuenta Putin con dos poderosas torres, el gas y el petróleo, tan capaces de pagar la factura de la guerra como de llevar a los corazones de los espectadores europeos el miedo a la miseria y al frío. Cuenta también con millares de aviones, misiles y cañones que, como los alfiles sobre el tablero, son capaces de atacar cualquiera de las piezas negras desde la seguridad de sus propias líneas. Cuenta con poderosas unidades mecanizadas que, como los caballos, pueden saltar por encima de las trincheras del enemigo. Y en cuanto a los peones, las piezas más pequeñas pero decisivas en toda guerra, Putin los tiene de todas clases: ejército regular y de reemplazo, reservistas, mercenarios y milicias de las repúblicas independentistas, hasta sumar cientos de miles de hombres en uniforme.
¿Qué tiene Zelenski para dar la respuesta? El rey negro está en Kiev, en mitad del tablero, al alcance de las peligrosas piezas blancas. Su pieza más valiosa, a la que por serlo damos el papel de la reina negra, es el fogueado ejército que lleva ocho años combatiendo a los rusos en el Donbás. No dispone apenas de alfiles o caballos, pero tiene por torres a todas las grandes ciudades, objetivos siempre difíciles donde espera contener al ejército enemigo. Tiene, además, los mejores peones: soldados motivados, que luchan para defender sus hogares y no para arrasar los ajenos.
Planteada la partida en unos términos tan desiguales, Putin abre con un movimiento que, a posteriori, se revela como un error, quizá producto del exceso de confianza. Lanza sus piezas directamente contra el rey negro, como si creyera tener en frente a un enemigo inexperto al que pudiera derrotar con algo tan burdo como el conocido mate del pastor. Pero, en lugar de huir, Zelenski se enroca en Kiev. La capital resiste. Los peones rusos tropiezan y mueren por centenares en los suburbios de la ciudad. Pero su sacrificio es estéril. Putin, aislado en su palacio moscovita, tarda tanto tiempo en darse cuenta de lo que ocurre que no sólo pierde la mejor oportunidad de terminar la partida, sino que, cuando termina el primer invierno de la campaña, se encuentra con muchas de sus piezas mal colocadas para lo que en ajedrez se llama el medio juego. La ventaja de la apertura, que podría haber sido decisiva, termina de perderse en Jarkov, la gran ciudad de habla rusa. Allí, los peones de Putin, que esperaban flores y abrazos, son rechazados a sangre y fuego. Lo mismo ocurre en Mikolaiv, donde los caballos negros que han salido de Crimea ven bloqueado el camino que lleva a Odesa.
Nada parece haber salido de acuerdo con los planes del líder ruso. Con el rey negro seguro en su enroque, comienza el medio juego sin que Putin tenga una estrategia clara para continuar la partida. Cuando llega la primavera, los caballos rusos intentan cercar a la reina negra para obligarla a retirarse del Donbás. Fracasan. En el sur, cae Mariupol, ciudad mártir. En la mar, se hunde el crucero Moskva. Son dos golpes morales, uno en cada lado del tablero, pero no alteran la dinámica de la guerra. Los peones ucranianos, bien armados con los misiles anticarro y antiaéreos suministrados por Occidente, resisten. Las piezas blancas han sufrido incontables pérdidas y a sus desconcertados peones, mal apoyados y torpemente dirigidos, les falla la moral, esa gasolina que no necesitan las piezas de ajedrez, pero que impulsa a los soldados a hacer grandes cosas cuando hace falta hacer cosas grandes.
Fracasado el intento de cercar a la reina negra en el Donbás, el verano trae una dinámica nueva. Las líneas se estabilizan y la partida se ralentiza, convertida en un forcejeo de peones en el que las piezas blancas, más numerosas, llevan ventaja. Tras meses de dura lucha, cae una de las torres negras mejor colocadas, la ciudad de Severodonetsk. Zelenski necesita piezas nuevas para igualar la artillería rusa, si no con el número, sí con la precisión. Llegan los cohetes Himars, que rellenan parte del hueco que en el bando negro deja la carencia de alfiles. Pero el alivio para Zelenski no viene por ahí, sino por el agotamiento de las piezas blancas, para las que Putin, soñando con una partida corta, no había previsto relevo alguno.
La llegada del otoño vino a demostrar que, a pesar de su pírrica victoria en Severodonetsk, Putin había vuelto a equivocarse al plantear el medio juego. Sus piezas, exhaustas, parecían incapaces de defender muchas de las casillas que habían ocupado en la apertura. Zelenski aprovechó la oportunidad para conseguir victorias fáciles y humillantes para su enemigo. En el flanco de rey, sus peones expulsaron a los rusos de la región de Jarkov. Aún peor, en el flanco de dama, un Putin impotente retiró sus fuerzas detrás del río Dnieper, que atraviesa el tablero en dirección norte-sur, sin siquiera intentar defender la ciudad de Jerson, única capital de provincia que había podido conquistar.
Las tornas habían cambiado pero, como señala el dicho popular, poco dura la alegría en la casa del pobre. Cuando llegó el invierno, Putin, por fin, pareció comprender lo que estaba ocurriendo sobre el tablero y formuló una estrategia diferente. Una estrategia que quizá no le dé la victoria, pero al menos le asegura las tablas. Acortó los frentes, movilizó a nuevos peones, mintió a su pueblo para que sientan que es la patria rusa, y no su régimen, la que está en peligro y espoleó a la industria, todo ello para prepararse para una guerra larga. Supone que, si se prolonga la partida, Zelenski, que depende de un Occidente que Putin cree voluble, quedará en una situación vulnerable. Una situación que él trata de empeorar con frecuentes ataques a la energía eléctrica que necesitan las grandes ciudades ucranianas.
Para contrarrestar la nueva estrategia, Zelenski necesita cubrir los huecos abiertos en sus filas. Los peones los pone él, pero hacen falta también caballos y alfiles que tienen que venir de Occidente. Los primeros, los carros de combate, llegarán al tablero en primavera. Los segundos, los aviones y los misiles de largo alcance, aún no están comprometidos, pero todos los analistas asumen que, si llegan a ser imprescindibles, también se entregarán. Ni la OTAN ni la UE desean provocar a la reina blanca, pero tampoco quieren que Putin saque partido de la agresión. Por eso, se limitan a apoyar una guerra de contención, sin concederle a Zelenski los medios que necesitaría para salirse del tablero y amenazar la retaguardia blanca.
¿A dónde conduce esta dinámica? Desde el punto de vista militar, una partida así, convertida en un sangriento forcejeo de peones en el que ninguno de los dos bandos ha demostrado tener capacidad para derrotar decisivamente al enemigo, particularmente en las grandes ciudades, solo puede acabar en tablas. Unas tablas, desde luego, no acordadas y que no llegarán a corto o medio plazo. Lo único que tienen en común Putin y Zelenski, agresor y agredido, es que ambos prefieren continuar jugando la sangrienta partida antes que avalar con su firma las concesiones que serían necesarias para llegar a un acuerdo. Sabe además Zelenski que cualquier paz que favoreciera al agresor sería precaria. Poco tardaría Putin en volver a por más.
Así pues, cuando termina el primer año de guerra, ni siquiera se ve la luz al final del túnel. Si el fatigado lector quisiera encontrar algún consuelo, sólo podrá hallarlo en una realidad que, por distintas razones, incomoda tanto a Zelenski como a Putin. Los dos lo negarían -el primero para dar sensación de impotencia, el segundo para negarla- pero la guerra, que hace un año amenazaba la independencia de Ucrania y, en cierta medida, la libertad de Europa para escoger sus socios, se ha hecho más pequeña. Aparcados los sueños imperiales del presidente ruso, ya sólo se combate por la posesión de unos territorios por los que Rusia lleva luchando, en guerra abierta o de forma oculta, desde 2014.
No cumple pues un año la guerra de Ucrania, sino nueve. Y no parece imposible que, si Putin consigue perpetuarse en el poder, pueda durar otros nueve más.
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