La tribuna
Muface no tiene quien le escriba
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La propaganda, la manipulación, incluso la posverdad con que se camufla hogaño el nombre más rotundo del embuste, el engaño o la mentira, acompañan al ser humano desde que se constituyó como especie. Así, tanto en la Baja Edad Media como en la Contemporánea abundan evidencias y muestras al respecto. Sirva, por ello, un personaje histórico singular, a fin de que los párrafos que siguen señalen cómo las contradicciones y la propaganda son de todo tiempo y ocasión.
Pedro I de Castilla reinó de 1350 a 1369, año en que fue decapitado por su hermano bastardo Enrique de Trastámara, ya Enrique II con la sangre en las manos. Hasta llegar a la muerte del rey, se había librado una guerra civil primigenia, cuyo inicio se auspició, instrumentalmente, por una hipocresía mayúscula. Enrique fue uno de los diez hijos bastardos que Alfonso XI, padre del rey Pedro I, tuvo con la influyente y poderosa concubina Leonor de Guzmán. Mientras que la reina María de Portugal y el infante Pedro sufrían la contrariedad con la ingrávida losa –oxímoron aparte– del abandono.
Muerto Alfonso XI en el cerco de Gibraltar, frente a los musulmanes, de peste negra, el regreso de su cadáver al Alcázar de Sevilla es un penoso ejercicio de acomodación por quienes, como el bastardo Enrique y muchos nobles y grandes hombres leales a la concubina Leonor de Guzmán, acompañan al rey muerto para rendir nuevas pleitesías al rey puesto, Pedro I. Único rey de Castilla que ha llevado ese nombre, pero con dos títulos antagónicos: Cruel y Justiciero –Pedro I. Un rey castigado por la Historia. Cruel para unos, Justiciero para otros, Almuzara (2022)–. Coronado en 1350, sin cumplir los dieciséis años, casó con Blanca de Borbón, en 1353. Sin embargo, el joven monarca la abandona pocos días después y sale al encuentro de María de Padilla, concubina a la que había conocido antes y de la que permaneció cerca hasta su muerte, en 1361, tras lo que la declaró reina, siquiera fuese a título póstumo.
Así las cosas, el abandono de Pedro I a Blanca de Borbón indispone a la alta nobleza, encabezada, entre otros, por el hasta entonces valido del rey, Juan Alfonso de Alburquerque, y el bastardo Enrique de Trastámara, a los que se unió la propia reina María de Portugal, madre del rey. No faltan razones, ante ello, para considerar una hipocresía tan meridiana como instrumental: un hijo bastardo de Alfonso XI, Enrique de Trastámara, al frente de un levantamiento contra el rey Pedro I por abandonar a la reina Blanca de Borbón y buscar el encuentro y la compañía de María de Padilla. Tal como Alfonso XI hizo con Leonor de Guzmán, madre de Enrique.
En la confabulación rebelde, primaba una convenida o estratégica alianza de intereses: los privilegios de la nobleza, que Pedro I aminoró en las Cortes de Valladolid, de 1351, y las aspiraciones al reinado de Enrique, por la vía de los hechos y sin legitimidad dinástica. El enfrentamiento del monarca a la nobleza fue pronto advertido por el pueblo llano, que acogió de buen modo el título de Justiciero. Y los contrarios al rey, aglutinados, primero, en torno a los insurrectos, y crecidos, después, por deslealtades de distinta naturaleza y condición, hicieron circular y que se extendiera el contrario título de Cruel.
La Crónica del rey don Pedro, compuesta por López de Ayala, que vivió en el tiempo de los hechos, no es producto de la tergiversación –aunque cambiara de lealtades– y ofrece detalles minuciosos y pormenorizados del reinado. Si bien a lo largo de sus páginas se adopta un relato premonitorio, en el que se subrayan comportamientos del rey Pedro I que llevan a la tiranía, ya por comparación con los de otros personajes históricos, de recto y ecuánime juicio, ya por la desmedida crueldad de las disposiciones reales.
De modo que, con el amparo de la antigua legitimación del tiranicidio, una figura redentora, un agente providencial, pudiera deshacer el régimen tiránico de un rey monstruoso. Tal es la tramada maquinación para justificar el asesinato de Pedro I por su medio hermano Enrique. Esa la instrumentalización a fin de convertir un regicidio sanguinario en tiranicidio providencial que provoca un intempestivo cambio de dinastía en el reino de Castilla.
Una histórica evidencia, entonces, para percibir que las contradicciones flagrantes, el dondieguismo, la manipulación, los voceros y portavoces de distinto pelaje y condición no solo fueron propios de los brumosos tiempos medievales, sino de esta posmodernidad no poco incierta y acomodaticia.
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