La tribuna
Los muertos de diciembre
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En muchas ocasiones surgen modas en educación derivadas de los descubrimientos que se producen en otras disciplinas. No tardan en aparecer los salvadores que, mediante recetas mágicas, pretenden cambiar como un calcetín el estado de una institución que ha demostrado sus dotes de impermeabilidad y una insólita capacidad de resistencia al cambio. Tanto es así que hoy seguimos hablando de conceptos y métodos pedagógicos con más de un siglo de existencia, sin que hayan sido implantados en la escuela.
Se ha dicho que los dos grandes temas del siglo XXI serían el conocimiento del Universo y la investigación del cerebro. Efectivamente, hoy ya se habla de la Neurociencia para la educación y una nueva disciplina: Neuroeducación. Más allá de las modas, no cabe duda que los avances en el estudio del cerebro, sobre todo a partir de la tecnología que permite el diagnóstico y la interpretación digital, han supuesto la posibilidad de afinar en el conocimiento de las funciones del órgano que más nos distingue del resto de especies animales.
Recientemente se ha celebrado el I Congreso Nacional de Neurociencia y Educación, en el que investigadores de prestigio dedicados al estudio del cerebro en España han puesto de manifiesto que el conocimiento que tenemos hoy no permite fundamentar actuaciones o programas que garanticen grandes cambios institucionales o personales. Es decir, nos han prevenido sobre programas milagro de desarrollo de la inteligencia o metodologías avaladas científicamente. En definitiva, la Neuroeducación no es una metodología educativa ni avala fórmulas mágicas, porque aún hay una enorme distancia entre lo que se conoce y lo que puede ser aplicado en el aula. Sin embargo, lo investigado hasta ahora facilita algunas evidencias o pistas que pueden ayudar en la tarea educativa.
La neurociencia ayuda a confirmar porqué funciona lo que funciona, lo que no es poco. Conocer mejor los ochenta mil millones de neuronas de nuestro cerebro y sus interacciones permanentes nos permite afirmar, de forma provisional, algunos principios de indudable interés para todos los que se dedican a la organización o la práctica de la educación: que la emoción es básica para el aprendizaje porque las emociones enriquecen los circuitos donde se generan las ideas y dejan surcos por donde circulan éstas, por lo que crear un ambiente emocional positivo es fundamental; que el rasgo fundamental de nuestro cerebro es su plasticidad y su gran capacidad de reciclaje; que se aprende mejor lo que se hace; que más valen cincuenta conferencias de diez minutos que diez conferencias de cincuenta minutos -¡atención a los tiempos escolares!-; que la mejor herramienta para enseñar y aprender es la palabra; que se aprende a hablar espontáneamente, aunque también debamos educar la expresión oral, mientras que la lectura es un proceso complejo que requiere tiempo y dedicación, además de métodos adecuados, por lo que no debe producirse precipitadamente; que problemas como el autismo o la dislexia tienen una evidente base cerebral, por lo que es mejor políticas preventivas que paliativas; que comer bien, dormir lo suficiente y cierto ejercicio físico ayudan a aprender mejor; que las buenas lecciones comienzan por lo que más interesa; que las preguntas son fundamentales para guiar el estudio, o que hacer el esfuerzo de recuperar lo que se quiere aprender es mejor que repetir una y otra vez el contenido. Y, por último, que para el bilingüismo es fundamental contar con modelos nativos, de lo contrario difícilmente se produce.
Alguien podrá afirmar: ¡vaya sarta de perogrulladas! Cierto. Una de las grandes aportaciones de la neurociencia es que, en gran parte, está confirmando, sobre bases científicas cerebrales, lo que la buena pedagogía viene diciendo desde hace mucho tiempo con escaso éxito. Pero también, los científicos nos previenen de los neuromitos, sin base científica alguna, que vienen avalando postulados erróneos e interesados. Valga como ejemplo ese tan difundido de que sólo usamos el diez por ciento del cerebro, cuando siempre actúa a pleno rendimiento.
Santiago Ramón y Cajal fue un niño díscolo y travieso, que llegó a esgrimir una pistola contra un vecino que le resultaba incómodo. Hoy es el referente universal en la investigación cerebral. Posiblemente, su curiosidad y su perseverancia le llevaron a tan insigne lugar. Por nuestra parte, nos gustaría creer que la Escuela, en la que hoy se tratan de aplicar sus conocimientos, colaboró a sus logros.
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