La tribuna
La vivienda, un derecho o una utopía
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Desde hace décadas, incluso siglos, la sociedad occidental está inmersa en un mar de dudas en su relación con el entorno natural en el que habita. Se han puesto en marcha planes de todo tipo, impulsados por los estados, gobiernos y ayuntamientos, para intentar conservar y mejorar el medio en el que vivimos. Estas actuaciones, en muchos casos, lo que han perseguido realmente es la adecuación de los ecosistemas a nuestras necesidades más perentorias: alimentación, núcleos urbanos habitables, transporte y vías de comunicación de diversa índole, etc., y de forma progresiva se ha ido abandonando el entorno rural y se han superpoblado las ciudades. Dichos planes relativos al medio ambiente, en su mayoría, se han mostrado ineficaces, absorbiendo importantes cantidades de dinero del erario público.
Ante este panorama, conviene hacer una reflexión profunda y considerar si los métodos aplicados hasta ahora en temas ambientales son los correctos. Actuamos a remolque de los acontecimientos, intentando solucionar conflictos que hemos creado con nuestras negligencias e intervenciones en el ecosistema terrestre. Influimos en nuestro hábitat, satisfaciendo nuestras necesidades y después, al observar que el entramado general se nos viene abajo, volvemos a actuar para intentar recuperar lo que ya está muy viciado y fuera de control.
En este orden de cosas, la experiencia en el ámbito de la actividad docente me indica que, con frecuencia, la educación ambiental de los jóvenes, tanto en el núcleo familiar como en los centros de enseñanza, se basa en cuestiones teóricas y superficiales que después el alumno no interioriza ni lleva a la práctica. La irrupción de ingentes medios de comunicación en este mundo juvenil, tan susceptible y maleable, perturba la labor del profesorado para la transmisión de ideas válidas y novedosas que activen la implicación de los adolescentes y les hagan recapacitar sobre los problemas de inserción de los seres humanos en el devenir de los ciclos biológicos y geológicos. ¿Cómo podemos explicar al alumnado que, antiguamente, los peones camineros, que tenían asignado un tramo concreto de caminos y carreteras para su conservación, eran más eficaces que muchos planes extemporáneos de limpieza y adecuación de cunetas, pequeños cortafuegos, etc.? ¿Cómo podemos mostrarles que, en tiempos de sus bisabuelos, cada propietario de una pequeña parcela se encargaba de su limpieza, vigilancia y conservación, y que los incendios forestales, en general, eran menos frecuentes y más fáciles de sofocar? Y lanzo estas preguntas porque el progreso desaforado, los intereses económicos, públicos y privados, y el desapego a la propia tierra han originado un vacío en el alma de estos jóvenes que es muy complicado rellenar.
Necesitamos una nueva revolución de objetivos vitales. Durante la Ilustración, la burguesía intelectual emergente provocó una vuelta a la confianza en el ser humano y en su capacidad para "discutir, analizar y agitar todo", como dijo D'Alembert, uno de sus excelsos representantes. Este revulsivo llegó a las capas inferiores de la sociedad civil y desembocó en la Revolución francesa. Se inauguró un Nuevo Régimen que, a pesar de sus desvaríos iniciales, produjo un cambio profundo en la mentalidad del mundo occidental. Hoy precisamos otro vuelco en nuestras convicciones, pues parece que ese cambio está agotado o ha sido desactivado. Un Nuevo Humanismo es necesario, como el inspirado por Leonardo da Vinci o Alexander von Humboldt que, aunque no tuvieron seguidores influyentes, transmitieron esa idea global de conocimientos a nivel individual y sentaron las bases de muchos avances científicos modernos. En las casas y escuelas hay que educar a los jóvenes en valores solidarios con el resto de habitantes del planeta e inculcarles que no se puede actuar al antojo sobre la Biosfera. Esta orientación continua permitirá en el futuro hallar nuevos caminos y encontrar nuestro equilibrio con el medio natural.
La tecnología y el uso de herramientas se ha desarrollado extraordinariamente, pero somos muy semejantes, en términos evolutivos, al hombre de Neanderthal y al de Cromagnon. El ser humano no ha progresado al igual que los avances científicos y técnicos, y ahí surge un conflicto que conviene solucionar, aportando dosis de tolerancia, sentimiento y solidaridad para que este mundo nuestro no se nos escape de las manos, pues estamos obligados a conservarlo para las nuevas generaciones.
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