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Samuel Paty, m aestro de la República, fue degollado por un estudiante musulmán como venganza por haber utilizado unas caricaturas de Mahoma en sus lecciones. Ante este hecho, el presidente Macron se dirigió a la nación para reafirmar su compromiso con la libertad de expresión y con la laicidad, como valor fundamental de la República que se opone al "separatismo religioso". Como es habitual, la solidaridad con las apelaciones que hace Francia a la defensa de su identidad secular han estado marcadas por una calculada frialdad, justificada en la premisa de que la laicidad francesa sería una excepción europea en la comprensión estatal del fenómeno religioso. Excepción, se entiende, de cuño anticlerical, y que, por lo tanto, no puede ser compartida o secundada de forma acrítica. Laicité sería así un término sin traducción más allá del hexágono, una singular apuesta por escindir lo civil y lo religioso.
Frente al lugar común, lo cierto es que desde la perspectiva constitucional esta comprensión radical de la laicidad francesa no es sino un mito. La separación Iglesia-Estado en Francia es, como en las viejas naciones europeas, permeable a los imperativos de la historia. Vale atender, entre otros ejemplos, al hecho de que los colegios religiosos disfrutan del derecho constitucional a ser financiados por la República; a que el Estado carga con los gastos de conservación de los lugares de culto anteriores a 1905; o a que en Alsacia y Lorena rige el Concordato napoleónico y es la República, por lo tanto, quien sostiene financieramente al clero.
A este respecto, lo excepcional en Francia no es su comprensión jurídica de la laicidad, sino la vigencia del culto filosófico a este concepto, Laicité, que es piedra angular de la tradición republicana, y cuyo sentido originario, que adquirió carta de naturaleza durante la III República, es un sentido liberador. Liberador para el Estado, que puede definir el interés general a través de la sola razón democrática, sin tutela confesional alguna; pero sobre todo para el individuo, el cual se hace acreedor de un estatuto de libertad intelectual a partir del cual podrá ser maestro en su propio destino. La laicidad es así una negación del determinismo y también la culminación de un concepto de ciudadanía igualitario y abstraído de la identidad religiosa. En definitiva, presupuesto no de la uniformidad sino de un pluralismo comprometido con el vivre ensemble, dentro de una comunidad política que no puede ser entendida como un espacio en el que se yuxtaponen colectivos segmentados y legitimados para derogar unilateralmente los derechos y los deberes que impone la ciudadanía.
Acierta Macron, por ello, al usar por primera vez el término "separatismo" para describir la lógica del radicalismo islámico, y es necesaria una gran dosis de ignorancia para calificar, como se ha hecho, dicha expresión como un exponente de anticlericalismo, concepto que sólo tiene sentido en términos históricos y como oposición al clericalismo: a la pretensión católica de tutelar confesionalmente determinadas áreas del Estado. El islamismo radical en Francia, como es obvio, no quiere colonizar el Estado, pese a los temores más bien histéricos de intelectuales reaccionarios como Houellebecq, sino segmentarse de él, rivalizar con él, cuestionando la sujeción a sus leyes e imponiendo en el seno de su comunidad un código propio de conductas y sanciones. Y frente a dicha pretensión adquiere pleno sentido reivindicar la comprensión unitaria y emancipadora de la ciudadanía que está en el corazón de una tradición republicana que nutren personalidades como Hugo, Ferry, Alain o Camus y que, entre nosotros, encarnaría sin duda el presidente Manuel Azaña. Tradición republicana genuina que se afirma precisamente a partir de las aulas, y que es hoy preterida por nuestro republicanismo patrio, tan folclórico como apócrifo en su vasallaje multicultural.
El discurso de Macron fue también un compromiso con la libertad de criticar creencias ajenas. Un derecho que no es sino exponente de un valor ilustrado como es la libertad de expresión y que se afirma, precisamente, frente a la idea de que hay creencias o dogmas inmunes a los impulsos críticos de la razón. Equiparar dicho compromiso con una invitación al desprecio, como se ha sugerido, es no saber diferenciar entre lo que las personas son y lo que las personas creen. Y no comprender que si bien el derecho debe velar por que no se humille a las personas por lo que son, prescribir el silencio crítico hacia sus dogmas o creencias es algo que no puede hacerse sin claudicar en los presupuestos del liberalismo y en la propia aspiración de progreso que éste afirma. Poder criticar o reírse del marxismo, el islam o el cristianismo es algo irrenunciable no ya para un país laico sino para una sociedad democrática, aunque cueste entender esto a corazones nobles como el papa Francisco o Trudeau.
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