Francisco Núñez Roldán

“¡Ladrón o no ladrón, queremos a Perón!”

La tribuna

“¡Ladrón o no ladrón, queremos a Perón!”
“¡Ladrón o no ladrón, queremos a Perón!”

18 de junio 2024 - 00:00

Tan racional consigna era reiteradamente berreada por una horda fiel que aporreando a la vez tambores y bombos defendía así al referido mandatario argentino en sus estertores políticos. Encaja el exabrupto con aquel axioma que un genio de la política como la señora Carmen Calvo Poyato expresó a cuenta de no recuerdo qué pregunta sobre justificación de despilfarros. Fue aquello de que “el dinero público no es de nadie”. No quepa duda de que de haber emitido esa agudeza en cualquier lugar más arriba de los Pirineos, la gran estadista habría sido destituida de inmediato, por semejante incitación al dispendio y a la prevaricación. O quizá, piadosamente, por la supina ignorancia personal que documentaban sus palabras.

La tesis contraria, la de que el dinero público no es que sea de alguien sino que nada hay que sea más de todos, la comprimió ya Max Weber en su conocida obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Fue un estudio más de ensayo general que de temas históricos concretos, como había estado haciendo el profesor hasta entonces. Una depresión de varios años le alejó de cuestiones específicas y, al salir de esta se inclinó por perspectivas históricas globales como la referida. El tema es complejo, discutible y resbaladizo, y la ética protestante, tan eficaz para la sociedad que mutó su religión, en parte para justificar sus nuevas tendencias económicas, tenía su contrapartida en el implacable culto al beneficio, lo que llevó a aquellas sociedades a explotar inmisericordes a sus colonias en África, Asia o América, mientras hipócritamente criticaban a la oposición católica, materializada en España, y que para resumir había creado en sus provincias de ultramar –que no colonias–, más hospitales y universidades que los ingleses, franceses, holandeses y belgas juntos crearon en sus posesiones y dominios. Del inexistente mestizaje con los indígenas por parte de esos cultos países, ni hablamos, y para mí que el concepto es clave para mostrar en verdad el pálpito humano de la metrópoli respecto a la población sometida.

El lado bueno de la ética protestante fue sin embargo el de concebir la sociedad y su economía como una tarea de todos, sin acabar con las desigualdades sociales, ciertamente, pero fomentando una conciencia del bien común a la que ayudaba una mayor flexibilidad de acceso social y una disminución de estamentos improductivos, religiosos y laicos. No fue ajeno a ello el incremento de la alfabetización, entre otras cosas para leer en su idioma original los textos sagrados, sin la interpretación y traducción del sacerdote, como sucedía en el mundo católico. Causa cierta grima pensar que leer el Evangelio y las Escrituras en la lengua vernácula, como hacemos o podemos hacer hoy, fuese riguroso delito en España hace solo un par de siglos. Esa ha sido otra de las cuestiones positivas que nos ha legado el protestantismo.

Y sin embargo, en ese saludable concepto de que la riqueza común es muy de todos andamos aquí todavía un poco flojos, flojísimos, diría yo, y en dicho tema no es ajena la codicia de los grupos actualmente en el poder que con ánimo digno de mejor causa mantienen en España esa nebulosa económica, heredera de la sopa boba, de la caridad cuando le apetecía al rico y de la política como logro de privilegios y dinero, por más que esto último sea tendencia común de la condición humana, tendencia a la cual ponen freno las leyes, cuando funcionan y sobre todo cuando toda la sociedad las respeta y respalda. Eso sí, con el tiempo, la caridad piadosa y la sopa boba se ha trocado aquí en la subvención, la paguita y la hiperprotección a los colectivos que convienen. En ese parecer sí que nos suelen dar ejemplo los países reformados, incluyendo los limítrofes, como Francia y Bélgica. Dentro, como ya decimos de la inevitable codicia y picaresca del animal político, solo en los referidos países se da lo más cercano al juego limpio en la cosa común y el castigo al defraudador. Para desgracia del ciudadano, como no exista una sólida y extendida conciencia social del bien colectivo, la rapiña del que accede al poder se justifica e incluso aplaude, en la estúpida y provocada ilusión de que en cualquier momento el palmero va a tener acceso a la pública bicoca.

A ese tenor, no se me olvidan la palabras de una buena mujer, entrevistada cuando el sonado caso de Juan Guerra, hermano del hoy democráticamente reciclado ex vicepresiente del Gobierno. Requerida su opinión sobre a los desafueros económicos del pariente del mandatario, la señora no pudo sino exclamar: “Ya era hora de que también robáramos los pobres”. Es decir, que había que robar. Que para eso se creó la política. Y claro, para hacerle a aquella mujer la demagógica ilusión de que ella resultaba ahora beneficiaria, en lugar de seguir siendo víctima, como evidentemente era.

Algo parecido el otro día, en un mitin, con alguien encausado por bichear jugosamente en las cuentas y dineros de todos. Nada, que ladrón o no ladrón, queremos a Perón. Recompongan ahora ustedes la rima de la consigna con palabras como carantoña, ponzoña, carroña, roña…, o cosas así, y trasládenlo a hoy.

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