La tribuna
José Ángel Saiz Meneses
No puede haber tristeza cuando nace la Vida
La tribuna
Traigo de la mano al escritor alemán y a los dos estadistas hispanos por coincidir el genial triunvirato en un tema que preocupaba y preocupa pero que resuelven los tres de diferente manera. Goethe escribió sobre casi todo y no mal. Influyó sobre la literatura y el pensamiento de su época como casi nadie. Admirado en todo el mundo occidental, vivió 83 fructíferos y cultos años sin desdeñar cuanto ellas pueden tener de hospitalario, llegando a enamorarse a los 74 años de Ulrike von Levetzow, a quien pidió en matrimonio, cosa a la que comprensiblemente se negaron los padres de la muchacha, quien por cierto vivió soltera toda su larga vida.
Goethe admiraba a Napoleón y apoyó la emancipación de los Estados Unidos, aunque vaya por delante que desconfiaba no poco de las revoluciones a las que llegaba a calificar como "una perversión de la energía" y añadía al respecto que "no se dan en la Naturaleza, que labora despacio y firmemente sus cambios."
En unas notas sobre política, el alemán sencillamente indica a propósito de la revisión del pretérito que "…toda institución nueva, cuanto más miserable y despreciable sea, tanto más se esforzará por borrar las últimas huellas del pasado", y que "quien no tiene nada valioso que ofrecer al mundo, odiará todo lo que se hizo en el pasado y será siempre propenso a negarlo todo y a destruirlo todo, porque los nuevos movimientos revolucionarios odiará más a los antiguos modelos cuanto menor sea su propia significación. En este terreno se constata, de la misma manera que en la vida intelectual y artística, la preocupación de dar importancia a los propios engendros, con lo que se llega a un odio ciego contra cuanto de bueno se hizo previamente."
Remata el párrafo diciendo que "en la vida política, cuando la casualidad pone a nulidades en posiciones de mando, acostumbran con infatigable empeño no solo a desprestigiar el pasado sino también a evitar, por todos los medios, la crítica general hacia sus personas. En la mayor parte de los casos, la razón por ese odio a lo anterior es sencillamente la propia mediocridad. La finalidad y la razón de ser de las revoluciones debe consistir como mucho en no demoler el edificio entero, sino alejar la causa de su ruina, reconstruyendo la parte amenazada para que no se derrumbe. Solamente así se puede hablar de progreso de la Humanidad. Sin ello, un país nunca saldría del caos, pues cada generación, sintiéndose con derecho a negar el pasado, establecería como condición para su propia tarea la destrucción de lo que hubiese hecho la generación anterior. El conjunto de la cultura general, como la del propio individuo, no es más que el resultado de una larga evolución en la que cada generación participa con su grano de arena para engrandecer la construcción ya iniciada…"
Hasta aquí el escritor alemán. Luego piensa uno, por ejemplo, en Fernando III, si hubiera derribado la Giralda, símbolo del abominable poder almohade. O como más de una vez he indicado, los borbones, de haber destrozado todos los escudos de los Austrias tras la guerra de Sucesión que les ganaron. O la misma República, respecto a los numerosos escudos monárquicos que se mantenían y mantienen. O de los numerosos escudos republicanos que el franquismo respetó, por más que escabechinara bastantes. Pero no, aquí tenemos a los dos genios de la política autodenominada progresista que sencillamente privarán, ya están privando, a generaciones futuras de saber bajo qué mandato se hizo tal o cual edificio o monumento. Comprendo que es un tema que he tratado reiteradamente, pero he de admitir que a este antiguo antifranquista le hierve la sangre al ver los destrozos de símbolos con los que se quiere enmascarar la historia, negarla y negárnosla, como si ello fuera posible a la larga, cuando ya no estén los geniales majagranzas ibéricos que han decretado la damnatio memoriae del régimen anterior, en la ilusa convicción de que basta olvidarse de una cosa para que esta deje de ser. No es progresista borrar un símbolo y apropiarse del lugar colocando el propio. Es sencillamente una miserable usurpación de la obra, un inmenso plagio que hará trabajar en el futuro a muchos investigadores para otorgar la correcta autoría de la paternidad a los sitios desmochados o trocados de emblema. Hace poco, por acabar con un ejemplo, me fijé en la alta coronación de la fachada de la estación de trenes de Zamora. Un fenomenal edificio en piedra arenisca color crema, en un estilo historicista muy similar al museo arqueológico de Sevilla. Junto al emblema de la ciudad estaba el que había sido escudo de España cuando se hizo la obra. Pues simplemente se había descabezado burdamente el águila de san Juan, dejando las alas laterales, demasiado complicado aquello quizá para borrarlas también, y por supuesto sin añadir el redondel borbónico con las lises en el centro del emblema. Todo un glorioso engendro de firmeza democrática ante los fantasmas del pasado.
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