La tribuna
Javier González-Cotta
El Grinch y el Niño Dios
La tribuna
Todavía resulta difícil explicar por qué la izquierda española, habiendo ocupado el poder político durante un largo periodo de tiempo, no ha sido capaz de poner en marcha algunos proyectos demandados por su electorado, a pesar de que no costaban dinero o eran financieramente muy poco onerosos. Que en España, después de veinte años de Gobierno socialista no haya todavía leyes que regulen la eutanasia o que no se haya hecho cumplir la Constitución en lo referente la laicidad del Estado, que tengamos abierto un conflicto sobre la enseñanza de la religión en las escuelas públicas, etc., etc., sólo puede explicarse, no por razones económicas, sino por el excesivo poder que siguen teniendo en España determinadas fuerzas ajenas al refrendo democrático. A veces, la tentación de los partidos de izquierda ha sido la de acomodarse a esa situación, renunciando a transformar y ciñéndose a competir en el campo de la mera gestión de las mejoras del sistema, neutralizando, así, las diferencias entre quienes deberían aspirar a transformar y quienes solo persiguen gestionar y administrar.
Esa neutralización entre izquierdas y derechas sí es un factor profundo y revelador de desapego del ciudadano, sobre todo del ciudadano de izquierdas, hacia la política. Ahí sí que las organizaciones políticas de izquierdas tienen la obligación de realizar una política diferente de la de derechas cuando consiguen suficientes apoyos para gobernar.
¿Cómo romper esa tendencia a la neutralización de las diferencias políticas en un centro que amenaza con abarcar todo el espectro ideológico? ¿Cómo hacer patentes las diferencias que separan a la izquierda socialdemócrata de la derecha liberal?
Libertad y democracia son dos banderas que el socialismo democrático comparte con el liberalismo. El acento sobre la igualdad ha sido la nota diferenciadora entre una y otra forma de entender la sociedad. Para la derecha, el Estado de bienestar es un mero instrumento para prestar determinados servicios al ciudadano. Para la izquierda, por el contrario, el Estado de bienestar es o debe ser un instrumento de redistribución de la riqueza.
Si el Estado de bienestar se concibe, como hace la derecha y algunos de izquierdas, como una prestación de servicios, todos los servicios son susceptibles de ponerlos en el mercado para que sea la iniciativa privada la que los gestione. Por el contrario, si el Estado de bienestar es un instrumento de redistribución, ese instrumento debe permanecer siempre bajo el control del poder público, ya que no es concebible dejar al mercado la redistribución o, si se quiere, la defensa por la igualdad.
Diferenciar servicios de lo que son políticas de igualdad y, consiguientemente, mantener las políticas de redistribución y cohesión en la órbita estatal, es la gran tarea que tiene por delante la izquierda, si quiere seguir contando con el empuje de los ciudadanos que ven en esa lucha una de las razones fundamentales de su compromiso político y social, independientemente de la situación económica de cada cual.
Los impuestos y, particularmente, el impuesto de la renta de las personas físicas constituyen el mecanismo fundamental para que las políticas de igualdad puedan llegar a convertirse en realidad si los gobiernos, además de justos en lo social, tratan de ser eficaces en lo económico. Todo el mundo admite que el impuesto de la renta de las personas físicas (IRPF) es el instrumento fundamental de reequilibrio interpersonal. La propia Constitución así lo estipula. Si ese impuesto sirve para redistribuir parece lógico que no deba trocearse, ni transferirse, ni tampoco ser usado para fines distintos de los que para los que fue creado.
En el nacer, en la salud, en la enfermedad, en el morir, se pone de manifiesto la desnudez y la fragilidad de las personas. El presidente del consejo de administración de una gran empresa y el trabajador de esa misma empresa, en cualquier localidad de Andalucía o de Asturias, pueden contraer la misma enfermedad. En eso sí que somos todos iguales. Pero si la sanidad es un servicio, y por lo tanto privatizable, la respuesta a esa enfermedad ya no sería la misma. La igualdad en el tratamiento médico la tiene que garantizar el Sistema de Salud y no el mercado. Si dejamos que sea el mercado quien lo resuelva lo hará en función de la rentabilidad.
Aquellos países que han concebido la sanidad como un servicio y, por lo tanto privatizable, y han introducido elementos en el mismo buscando eficacia, competitividad y beneficios, han dejado fuera a muchos ciudadanos, lo que ha provocado que haya dejado de ser un instrumento de igualdad.
Si la izquierda pretende mantener sus banderas, deberá tratar de arropar con ellas a los ciudadanos menos favorecidos por el destino.
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