La tribuna
Una madre de novela
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Que la pandemia ha hecho estragos sobre la salud mental de los españoles es algo de lo que sólo los escépticos y negacionistas pueden albergar dudas. Datos como los que ofrece el Observatorio del Medicamento auspiciado por la Federación Empresarial de Farmacéuticos Españoles (FEFE), patronal que agrupa a propietarios de oficinas de farmacia, así lo dejan entrever. Un incremento durante el último año del 10% en el consumo de antidepresivos, un 7% de antipsicóticos, un 5% de medicamentos para conciliar el sueño, nos indican que más de cinco millones de españoles utilizan al menos un medicamento para tratar problemas mentales, una forma de abordarlos que no siempre alcanza el efecto deseado si nos atenemos a las preocupantes cifras de suicidio, primera causa reconocida de muerte no natural en España, en especial entre los jóvenes, como lo indica un estudio de la Universidad de La Rioja, que señala que más de un 9% de ellos ha intentado quitarse la vida alguna vez.
Si el consumo de este tipo de medicamentos, los datos están ahí, ofrece pocas dudas, relacionar de forma directa la existencia de una patología y la prescripción de un medicamento sí que proporciona al menos motivos para la reflexión. Y no sólo en lo que se refiere a los problemas mentales, aunque sean estos los que en este momento nos puedan ayudar a repensar cómo estamos abordando el problema. Un problema en el que me temo que las únicas víctimas no sean los pacientes, aunque obviamente se lleven la peor parte, sino también los profesionales de la salud en particular, y la sociedad española en general, porque ni las patologías mentales comenzaron con la pandemia ni van a desaparecer cuando esta lo haga, ya que el problema viene de lejos y su etiología es muy diversa, ya que tiene orígenes sociales, políticos y, en general, derivados de una forma de entender el mundo regida por el sálvese quien pueda, la creciente desigualdad y los mitos de éxito, belleza y dinero como indicadores para autovaloración de nuestra propia existencia.
Si la patología mental tiene un origen complejo y diverso, y necesita calma y escucha, el abordaje no lo es. La respuesta que ofrece nuestro sistema sanitario público, el que los españoles sustentamos a través de nuestros impuestos para garantizar el derecho a la salud que contempla la Declaración Universal sobre los Derechos Humanos, únicamente es prescribir medicamentos, y esta recae, ante la escasez de médicos especialistas en salud mental, ante la práctica ausencia de psicólogos en el sistema público, en el médico de familia, probablemente la segunda víctima tras el paciente de las patologías mentales. Y no sólo por el estrés laboral que pueda sufrir como consecuencia del escaso tiempo que tiene para tratar a un paciente tan complejo, sino porque en ese el intervalo de tiempo que dispone para atenderlo ha de suplir al psicólogo, al enfermero y al resto de profesionales de la salud. La consecuencia es clara: el tiempo disponible sólo sirve para medicalizar un problema que quizás no tendría por qué haberse medicalizado de contar con un equipo multidisciplinar que lo arrope.
La excesiva medicalización en el sistema sanitario es un grave problema también porque ocasiona otro, asimismo, importante como es el proceso de desmedicalización, ya que este tipo de medicamentos, que actúan sobre neurotransmisores cerebrales, no pueden suspenderse de forma radical, sino que la disminución ha de ser gradual, lo cual es muy costoso emocionalmente para el paciente, que necesita de un acompañamiento que a día de hoy no ofrece el sistema sanitario ni se lo cuestiona. Mientras los psicólogos contemplan impotentes cómo el médico de familia trata de sobrevivir, mientras farmacéuticos clínicos están de brazos cruzados sin capacidad para atender los procesos de desmedicalización y otros problemas derivados de la seguridad de los medicamentos, los pacientes sufren ese encarnizamiento farmacoterapéutico que no siempre es la solución a su problema y que puede acabar con su vida.
El sistema sanitario no sólo se está deteriorando por esa afición a desfinanciarlo de los gobiernos, sino porque cada vez da menos respuestas a la complejidad de lo que significa estar enfermo en nuestros días, algo que tiene obviamente indicadores clínicos, pero también sociales y políticos. Hoy asistimos al lento suicidio de un sistema sanitario que machaca a los profesionales que lo integran y mantiene atados de pies y manos a otros que no forman parte del mismo pero que podrían aportar soluciones más integradas. Hoy tenemos un sistema que pretende pasar por centrado en el paciente pero que parece que solo lo está en productos farmacológicos. Urge repensar el sistema sanitario, las patologías mentales nos lo están mostrando.
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