Víctor J. Vázquez

Elogio y elegía del conservadurismo

La tribuna

Nunca incurrirá un conservador en el impúdico exhibicionismo de la propia bondad política, en ese narcisismo revolucionario que es pecado común en el universo progresista

Elogio y elegía del conservadurismo
Elogio y elegía del conservadurismo / Rosell

07 de septiembre 2019 - 02:33

El conservadurismo es, junto al liberalismo y el socialismo, una de las grandes tradiciones políticas que nacen de la Ilustración, y es también, probablemente, aquella que tenga hoy más visos de desaparecer. Una desaparición que, de producirse, será trágica para la democracia, y no vendrá como consecuencia de la hegemonía de sus rivales históricos, sino de su parasitación moral y estética por parte del pensamiento reaccionario y nihilista que caracteriza al nuevo apostolado internacional de las derechas. Un apostolado que es anticonservador en su esencia.

A diferencia del socialismo o del liberalismo, al conservadurismo no lo define el dogma sino el carácter. Es una forma política de estar que nace de un cierto talante escéptico ante las posibilidades de cualquier producto de la razón para garantizar el progreso continuado de los hombres. El conservador valora la costumbre y da una importancia capital a los prejuicios basados en la experiencia, es decir, a la tradición, a la hora de apreciar la pertinencia del cambio. No es anti-intelectual el hombre conservador, pero sí amante de una racionalidad empírica y, a la manera de la tradición británica del derecho común, confía en el dilatado contraste de la prueba y el error para establecer cualquier precedente. El conservadurismo es prudente y recela de la utopía. Como se puede leer en esa obra fundacional y canónica que fueron las Reflexiones sobre la revolución francesa de Edmund Burke, al conservador le espanta el caos, el desorden, siente urticaria frente a cualquier proyecto que reclame su legitimidad para imponer una compresión abstracta y universal de lo bueno y lo justo. El conservador desprecia el mesianismo y, aunque tenga su idea de la virtud pública, sabe que ésta sólo será viable allí donde encuentre una ecología social adecuada. Nunca incurrirá un conservador genuino en el impúdico exhibicionismo de la propia bondad política, en ese narcisismo revolucionario que es pecado común en el universo progresista. Recela, el hombre conservador, de la emoción política, y no quiere sitiar de amor al mundo con cantautores que narren promesas que serán incumplidas. El conservador tiene esa virtud -hoy denostada- del pudor, y en el universo de la estética exige, como prescribiera Eliot, que cualquier talento individual contraste su vanguardia con la belleza de la tradición.

Desde luego, el mundo sería hoy mucho peor si el espíritu conservador no hubiera sido zarandeado. Lejos de ser mera conjetura abstracta, el lenguaje de los derechos, y sobre todo el de la igualdad, ha demostrado tener una extraordinaria fuerza transformadora. Cuando los conservadores juzgaron una realidad como óptima, muchas veces el tiempo demostró que esta era perfectible a través de la razón y, sobre todo, de la propia lógica igualitaria del contrato social. Si el conservadurismo es anticuerpo contra los monstruos utópicos del romanticismo político, la tradición liberal y la socialista han puesto ante el espejo de la cobardía y del cinismo de ciertas actitudes conservadoras. Y es muy probable que la valentía sea lo que haya diferenciado al conservador mediocre del genio conservador, encarnado en aquellos que, a la manera de De Gaulle, De Gasperi o el propio Churchill, han dejado impronta en la Historia, y cuya virtud ha residido, precisamente, en saber comprender qué cambios, radicales incluso, había que introducir para que el mundo imperfecto que ellos conocían no se descompusiera. El conservador, a diferencia del reaccionario, no añora el pasado ni busca desamortizar los equilibrios sobre los que descansa el mundo en el que vive, sino que ama lo que tiene y actúa para preservarlo. Hoy, no cabe duda, lo conservador se define bien como lo contrario al antiparlamentarismo.

Es trágico, decía, que parte de esta tradición se entregue al beso mortal y a menudo autoritario del populismo ultramontano. Desde luego, en esta claudicación ante sus parásitos hay una traición - no es la primera- a la mejor genealogía del conservadurismo, tan temerosa del aventurero nihilismo como de los mamarrachos éticos y estéticos. Es temeraria también la ceguera progresista que celebra este colapso conservador como una oportunidad, sin ser consciente del valor esencial que tiene la alianza con el viejo conservadurismo, prudente e ilustrado, para nuestra empresa más apremiante, que no es sino la preservación de la siempre frágil forma de gobierno democrática. Rigen plenamente hoy, a este respecto, aquellas palabras con las que Albert Camus advertía a una generación, la suya, que como todas, se creía destinada a rehacer el mundo: "La tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga". Desde luego, la cuestión no es la de morir todos democristianos, como se bromeaba en Italia, sino la de si es posible sobrevivir en democracia sin ellos y con aquellos que los sustituyen.

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