La tribuna
No es arte, es violación
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El sentimiento de decadencia es orgánico. Baste recordar esas alegorías medievales, renacentistas o barrocas de las edades de la vida. Me quedo con la melancolía de la partida a lo Caspar David Friedrich, pintor romántico alemán que las encarnó en cinco personajes de diferentes edades, que, situados frente a otros tantos veleros, esperan serenamente en una playa su destino en una suerte de dorado atardecer.
La organicidad de la decadencia social, aquilatada a la individual, ha dado lugar a la enjundiosa literatura ensayística del pesimismo histórico. Merece la pena detenerse en algunos de sus hitos. Uno de ellos es Ibn Jaldún, historiador tunecino del siglo XIV, que, en las postrimerías del reino nazarí de Granada, se paseó entre este reino y la corte sevillana de Pedro el Cruel. Ibn Jaldún, que había recibido una fuerte formación intelectual con los mejores maestros, pertenecía a un linaje muy enraizado con la Sevilla almohade. A la vista de la situación de la crepuscular Granada, cada vez más dependiente de apoyos exteriores, fuese de los meriníes de Fez fuese de los propios cristianos, se mostró pensativo. Ibn Jaldún era consciente de la decadencia nazarí, y en general también del Islam, ya que él mismo, ferviente y devoto musulmán, asomándose con curiosidad al mundo cristiano, consideraba que éste iba a doblegarlos en el terreno político y cultural. Ibn Jaldún, cuando escribió su famosa alMuqaddimah, o introducción a la Historia Universal, ya estaba habitado por el pesimismo, a lo que lo contribuía además el que la mayor parte de su familia y maestros habían fallecido en la peste de 1356. No obstante, y a pesar de su mística, Ibn Jaldún quería tener a su alcance explicaciones racionales sobre el porqué de la decadencia, y esbozó la idea de que las civilizaciones se ven acuciadas por el lujo y la molicie de la vida urbana, perdiendo las virtudes naturales presentes en los pueblos nómadas igualitarios del desierto. Ibn Jaldún fue olvidado y sólo redescubierto tímidamente a principios del siglo XIX. Ahora, sin embargo, da lugar a debates y a una literatura científica muy enjundiosa, que evidencian que en su tiempo ningún sabio europeo podía ganar al tunecino en cuanto a pensamiento realista.
Edward Gibbon es el segundo hito en ese pensamiento moderno de la decadencia. Su modelo civilizatorio, a fines del siglo XVIII, eran los romanos, que habían conocido las más grandes cimas de la cultura. Las razones de su decadencia serían para él morales, asociadas al fin del paganismo y la irrupción de la ecúmene cristiana: "La decadencia del Imperio aceleró la conversión de Constantino" y "aceleró la violencia de la caída", dejó sentenciado. Su libro Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano sigue siendo leído con fruición.
Finalmente, Oswald Spengler, autor de La decadencia de Occidente (1918), se veía tentado por el pensamiento de Schopenhauer que situaba frente a la decadencia occidental a los pueblos "mágicos" del Oriente. Así lo pensó igualmente René Guénon, que escribió en los años veinte de la "crisis de Occidente", y apostó por convertirse al islam sufí en Egipto. Para otros intelectuales de la misma época, como el historiador rumano de las religiones Mircea Eliade, en las creencias orientales radicaba la posibilidad de renovación, y apostó por profundizar in situ el hinduismo de la mano de un gurú. Todos estos movimientos podrían englobarse en la idea de "nostalgia del absoluto" (Steiner) o de "nostalgia de jerarquía" (Dumont). El absoluto y la jerarquía serían el espejo de nuestras insuficiencias, para cubrir cuya falla nos dirigimos al Oriente.
Frente a estos "decadentistas", el psicoanalista Carl Jung, desde Suiza, a pesar de haberse interesado por el zen budista, esgrimió que habíamos quedado encantados por los palacios orientales, abandonando precipitadamente la "casa de nuestros padres". Apostó por retornar al espiritualismo cristiano, ya que su particular psicoanálisis, centrado en el alma, lo había alejado de la determinación onírico-sexual del maestro Freud.
La idea de decadencia ha armado a muchos pueblos de la nietzscheana "voluntad de poder". Ahora, el sátrapa Erdogan y el boyardo Putin han sacado pecho y exigen atención hacia el Oriente. Los cantos en bajo profundo de la liturgia ortodoxa y las salmodias coránico-turcas rivalizan en atractivo. Y anuncian imperios futuros.
Según la teoría de las civilizaciones, Europa, tras dos guerras mundiales devastadoras, debiera de haber iniciado su decadencia definitiva. Tendría que haber colapsado. Y, sin embargo, la indolencia y el sopor no penetraron al hombre europeo tras estas catástrofes, inducidas, ciertamente, por sus viejas elites. Como el europeísta Federico Chabod arguyó en su momento, Europa ha renacido con fuerza tras derrumbes catastróficos que anunciaban su fin, y siempre se ha superado a sí misma. Como acaba de señalarse desde Oxford, la decadencia europea es sólo una teatralización del pesimismo histórico, que no se corresponde con el elán vital del continente, tramado en una lucha secular por la libertad. Europa y conciencia y acción de progreso significan lo mismo, como veía Salvador de Madariaga en Carácter y destino en Europa.
O, al menos, como Ibn Jaldún sugirió hace siete siglos, rodeado por la peste negra y la crisis política, en épocas turbulentas corresponde no perder la capacidad explicativa, racional; la lucidez, en definitiva. Y en eso Europa y el Mediterráneo son pioneros.
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