La tribuna
La vivienda, un derecho o una utopía
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Tras las lecciones históricas de la derrota del totalitarismo fascista en la Segunda Guerra Mundial y la posterior caída del totalitarismo comunista en los años 80-90, es generalizada –y acertada– la creencia de que la democracia pluralista es la mejor forma de legitimación del poder y de organización de la convivencia.
Sin embargo, el sometimiento de los gobernantes a la valoración ciudadana cada cuatro años –o menos– produce un efecto secundario indeseado, que es el cortoplacismo en la gestión política. Así, a veces se rehúye afrontar medidas oportunas si resultan impopulares. O se pospone el diseño y ejecución de infraestructuras necesarias, cuando van a precisar una gran inversión de recursos y el promotor no será quien las inaugure. O se eluden cambios culturales o educativos de fondo, porque los frutos se apreciarán a medio o largo plazo y difícilmente se reconocerá mérito alguno a su impulsor.
Cuando era aún primer ministro de Luxemburgo, Jean-Claude Junker afirmó, refiriéndose a la crisis económica: “Sabemos exactamente lo que hay que hacer. Pero no sabemos cómo ser reelegidos si lo hacemos”.
Para evitar que ese cortoplacismo domine por completo la gestión pública existen los consensos políticos. Desde un ejercicio de responsabilidad, partidos opuestos pueden definir determinadas líneas políticas compartidas sobre materias de interés general, que tengan continuidad aun cuando se produzca alternancia en el poder. Del mismo modo, pueden comprometerse a no utilizar como arma electoral ciertas decisiones políticas que no resulten populares o cuya utilidad solo se aprecie en el largo plazo.
En España, sin embargo, tenemos escasos ejemplos de tales usos. En la transición, los Pactos de la Moncloa permitieron que el objetivo común de consolidación democrática no se viera perjudicado por los efectos de la crisis del petróleo. Desde el Pacto de Ajuria Enea en 1988 hasta el Antiterrorista en 2000, fueron varios los intentos de que los partidos hicieran frente al terrorismo con ciertos criterios compartidos y sin utilizarlo como argumento electoral. En materia de pensiones, el Pacto de Toledo nació con la finalidad –no siempre cumplida– de debatir con rigor sobre el sistema de protección social y su sostenibilidad sin que el oportunismo electoral lo impidiera.
Pero lo que ha prevalecido –y creo que actualmente se manifiesta con mayor intensidad– es nuestra tradicional política de trincheras, que sitúa a menudo en el centro del debate público asuntos broncos, que dan juego en medios y redes sociales, pero sirven de excusa para posponer indefinidamente el abordaje de otros debates de mayor calado.
Somos una potencia turística mundial por nuestras condiciones, pero sin una estrategia nacional de qué clase de turismo queremos atraer, con qué límites, con qué enfoques y qué vamos a hacer para ello, mientras se suceden medidas municipales y autonómicas contradictorias entre sí.
En el mundo sociolaboral, por ejemplo, no nos detenemos siquiera a reflexionar sobre cómo afrontar los retos que la robótica y la inteligencia artificial generativa, además de nuestra demografía, van a plantear, cada vez más, sobre el mercado de trabajo y el sistema de Seguridad Social.
La Justicia es la permanente olvidada, sin un gran pacto (hubo algunos con esa denominación formal, pero de extraordinaria cortedad de miras). Seguimos por debajo de la media de jueces de la Unión Europea, sin verdaderas alternativas a la litigiosidad y con una dotación de medios insatisfactoria.
Desde hace casi medio siglo carecemos de verdadera política educativa. Cada gobierno impone un modelo, que el siguiente cambia, mientras nuestra enseñanza obligatoria sigue suspendiendo en evaluaciones internacionales, la endogamia y otros problemas de la Universidad no se afrontan, y no aprovechamos con inteligencia la actual demanda de Formación Profesional y la enorme oportunidad que ofrece.
Estamos muy entretenidos cada día con el asunto mediático que toque –Carles Puigdemont, Koldo García, José Luis Ábalos, el novio de Isabel Díaz Ayuso, Begoña Gómez, Óscar Puente, Javier Milei… y cuestiones similares– y así van pasando los años. No digo yo que no sean debates pertinentes los que conciernen, por ejemplo, a la amnistía, la ejemplaridad pública o la diplomacia internacional, en absoluto. Pero alguna vez vendría bien que mirásemos más allá del siguiente proceso electoral. Hace muchas décadas que la actualidad más inmediata no parece dejarnos tiempo ni oportunidades para pensar, como sociedad, qué queremos ser y hacia dónde queremos ir.
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