F. Javier Merchán Iglesias

Burocracia y educación

La tribuna

A estas alturas sólo falta que los profesores copien al dictado qué es lo que tienen que poner en las programaciones, qué tienen que hacer en el aula y a cuántos alumnos deben aprobar

Burocracia y educación
Burocracia y educación / Rosell

23 de noviembre 2017 - 02:34

En el complejo mundo de la educación conviven distintas culturas, distintos submundos. Conviven o coexisten, no siempre de forma pacífica, y, a veces, en abierta confrontación. Me refiero -siguiendo al profesor Agustín Escolano- al campo de la teoría de los expertos, al campo de la política-burocracia y al campo de la práctica. Se trata de submundos ciertamente conectados, pero entre los que no siempre fluye la comunicación.

Paradójicamente, mientras se pregona con altavoz sobre la autonomía de los centros escolares, nunca en la historia de la educación la política educativa ha tratado de intervenir tanto en el campo de la práctica. A estas alturas sólo falta que los profesores copien, al dictado de la inspección, qué es lo que tienen que poner en las programaciones didácticas, qué tienen que hacer en el aula y a cuántos alumnos deben aprobar en cada curso.

Esta política de sobreintervención es en realidad una política de control que se justifica, quizás legítimamente, por el deseo de las administración de gestionar todos los resortes del sistema educativo para alcanzar los objetivos que se propone. Atentos a los resultados, los gestores de la política educativa fijan sus objetivos en números que tienen una gran repercusión mediática y a los que parecen atribuir el éxito o el fracaso. Se apoyan en el supuesto o sobreentendido de que, tal y como ocurre en el campo de la técnica, existe una fórmula, una racionalidad, capaz de llevar a la nave a buen puerto. Así, el éxito es factible, siempre y cuando se utilice la estrategia pertinente. Consecuentemente, disponiendo de formidables recetas para lograr los objetivos de éxito y evitar el fracaso, es comprensible que la administración someta a escrutinio todo lo que hacen los docentes, pues cabe la sospecha de que, a su libre albedrío, no actuarían con el rigor que tienen las fórmulas científico-técnicas.

Desde el mundo de la academia, desde el campo de las teoría pedagógicas y desde el campo de la política, se cree disponer de un conocimiento de mucha más enjundia que el que se adquiere en el campo de la práctica, de manera que es razonable desconfiar de quienes -en muchos casos con buena voluntad, pero con endebles fundamentos- se bregan cada día en las aulas. Por tanto, desde esta perspectiva, es lógico que sea conveniente indicarles constantemente lo que tienen que hacer.

Por otra parte, el control de las administraciones educativas sobre la práctica docente tiene que ver también con la fundada convicción de que los docentes no hacen siempre lo que deben o, mejor, no hacen exactamente lo que se les ordena. En este caso, se ha equiparado al mundo de la educación con el gobierno de un inmenso paquebote con cuantiosa tripulación, en el que las órdenes del capitán apenas son atendidas por el último de los marineros. Hay algo de cierto en ello, no tanto porque los docentes sean particularmente rebeldes o reacios a cumplir las órdenes de los superiores (aunque los hay también). Este suerte de incumplimiento en muchos casos ocurre porque esas órdenes frecuentemente llegan de manera confusa y amontonadas en el tiempo: ahora objetivos, mañana conceptos y procedimientos, después criterios de evaluación, estándares de aprendizaje, competencias clave…, de manera que viene a resultar prácticamente imposible, no ya su cumplimiento, sino, sobre todo, su entendimiento. Pero el incumplimiento ocurre también porque las instrucciones emanadas desde el distante mundo de la burocracia y que reciben los docentes -que actúan en el campo de la práctica- nada tienen que ver con los urgentes problemas que cada día y cada hora deben afrontar y resolver en el aula, carecen de viabilidad y, generalmente, suelen ser de utilidad más que dudosa.

La burocracia se alimenta con el -quizás legítimo- deseo de control; se apoya en la convicción de los expertos y las administraciones de disponer de un plan para asegurar el éxito en el cumplimiento de sus objetivos y, también, en la desconfianza hacia los que deben ejecutar esos planes. Es una historia que, elevada hoy al cubo, se repite machaconamente en la historia de la educación sin que al respecto conozcamos avances significativos.

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