La tribuna
Una cooperación de familia
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En diciembre pasado se dio a conocer el informe sobre la situación de la universidad española que anualmente publica la Fundación Conocimiento y Desarrollo. De sus conclusiones, la que más atención ha merecido para algunos medios ha sido la del notable aumento del absentismo de los estudiantes en las aulas. Esta falta generalizada de asistencia a clase, que estaría repercutiendo negativamente en la tasa de rendimiento académico, según el informe se explicaría en gran medida por ser una de las consecuencias resultantes de la pandemia.
Como se sabe, la pandemia viene sirviendo como coartada para explicar (y para tapar también) muchas cosas. Son innegables, los que trabajamos en la universidad lo sabemos bien, los perjuicios que ésta ha tenido sobre el desenvolvimiento cotidiano de la enseñanza universitaria, por mucho que también haya habido avances objetivamente positivos a partir de algunas de las medidas que hubo que adoptar. Sin embargo, el hecho de atribuirle todas las disfunciones o problemas que ahora se detectan, entre ellos esta deserción de las aulas, introduce también un elemento de confusión que no deja apreciar otras causas de una deriva que había comenzado antes y que tal vez la crisis sanitaria sólo aceleró o hizo más evidente.
Los intentos por innovar la docencia universitaria, y con ello la presencia del estudiante en el aula, se habían iniciado en nuestro país años atrás, en especial a partir del llamado proceso de Bolonia, algo que entre nosotros se adoptó por muchos de forma acrítica y casi religiosa. Éste habría tenido, lo vemos hoy, sus efectos innegables, cosas sin duda buenas, y otras desde luego no tanto. Entre estas últimas puede encontrarse esta defección de las aulas ahora detectada, siempre en algunas titulaciones más que en otras. Conviene recordar que en el modo en que se siguió Bolonia en España hubo mucho escepticismo, de los que se sentían simplemente arrastrados (Europa obliga) y que ejercieron un seguidismo indolente, pero también bastante papanatismo, a cargo de los creyentes en los famosos “aprender a aprender” o “enseñar a enseñar”. Fue el momento estelar de cierta pedagogía hegemónica, con la que algunos, a los que se les abrieron las puertas de la universidad hasta entonces cerradas para ellos, se lucraron a base de conferencias y cursillos en los que se predicaba la buena nueva. De aquello, hay que decirlo, ha resultado alguna cosa provechosa pero también, parece evidente, algún que otro destrozo. El cuestionamiento de los tradicionales métodos de enseñanza universitaria –el desdén por la clase magistral se convirtió en recurrente– sin ofrecer fórmulas alternativas solventes y sólidas, por mucho que aparecieran siempre envueltas en una neo-jerga extenuante, no podía acabar bien, algo que el tiempo no ha hecho más que confirmar.
En esas estábamos, con una extraña sensación de provisionalidad y de indefinición, cuando llegó la pandemia y sus consecuencias. Con ella, aquello que se creía que traería el futuro irrumpió en el presente –precisamente, el acortamiento de la distancia entre uno y otro, entre presente y futuro, es uno de los signos de nuestra modernidad–. Es cierto que para explicar lo que nos sucede ahora, en el presente, se recurre tendencialmente al pasado, que suele idealizarse frente al tiempo actual que no se comprende o que directamente se detesta. Pues bien, la realidad con la que hoy y ahora nos enfrentamos quienes trabajamos en la enseñanza, incluida por supuesto la universitaria, está determinada, lo detecta muy bien Gregorio Luri, por el hecho incuestionable de la falta de atención de los destinatarios de la misma y su evidente dificultad para concentrarse, hasta el punto de que ésta sería, en su opinión, el nuevo modo de medir el cociente intelectual. Este rasgo, el de la distracción que define al estudiante contemporáneo, no es algo nuevo desde luego pero esta sociedad de la interconexión y de la comunicación permanentes no ha hecho más que acentuarlo.
Lo que no está muy claro aún es cómo enfrentar esta realidad incontestable. Muchos aparecen empeñados hace años, y lo denuncia también Luri, en convertir la escuela en una especie de parque de atracciones, lo que esconde, entre otras cosas, cierta rendición que desde luego no nos hace mejores. Esa tendencia festiva y engañosa en la que se sacrifica el conocimiento poderoso, al que se refiere igualmente Luri, habría llegado también a la universidad hace años. Más allá de sus evidentes efectos perniciosos –se enseña cada vez menos y se sabe, por tanto, cada vez menos–, es evidente que no habría evitado que nuestras aulas se vacíen de unos estudiantes que serán más ignorantes pero que habrían pillado el truco de tanta práctica pedagógica vacua y artificiosa.
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