La tribuna
Una cooperación de familia
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Recuerdo cómo mi padre, desde la altura de sus muchos viajes, lecturas y años, me contaba que, tras haber pasado miles de veces por delante de la catedral de Sevilla, seguía admirándose ante la apabullante construcción, casi inverosímil en su tamaño, en el atrevimiento de su concepción y de su ejecución.
Vivimos en una sociedad apresurada y superficial que parece haber perdido la capacidad de asombro ante tantas maravillas como nos rodean. Y no me refiero a la narcisista ambición y a la pulsión de nuestro presidente por faltar a la verdad, casi inverosímil en su tamaño, en el atrevimiento de su concepción y de su ejecución. Hablo en términos más generales.
Tenemos un amigo, José Manuel, que pese a su conocimiento de la naturaleza humana, de una profundidad como solo pueden darla el estudio, la vida reflexionada y muchas horas de confesionario, sigue siendo vitalmente optimista. ¿No es maravilloso? Él mismo suele fijarse en una flor que está abriéndose, aunque sea para morir al pronto tras habernos dejado el regalo de su belleza efímera. En un amanecer. En un momento cualquiera, una imagen cualquiera que le llama la atención y le recuerda lo asombroso del mundo que nos rodea. Sin duda él tiene la ventaja de ver lo trascendente en nuestro derredor, la gracia del Creador derramada en lo creado. Otros lo tenemos más difícil.
Pensaba sobre estas cosas recientemente en dos ocasiones muy distintas entre sí. La primera, en tren tempranero, camino a Madrid. Amanecía por detrás de los montes de Sierra Morena produciendo juegos de luz y oscuridad. Un pequeño embalse. Una casa que se intuye blanca, a lo lejos. Entre las encinas o alcornoques o lo que fueren (perdónenme, no distingo un rosal de una higuera), un venado (o cuadrúpedo herbívoro parecido, sé aún menos de animales que de plantas y no he ido a una montería en mi vida). Y me acuerdo de William Morris y de su idea de que las necesidades de un hombre razonable deben poder ser satisfechas por una sociedad mucho menos compleja que la nuestra. Aunque la idea no sea nueva (ya Cicerón, creo, decía que si la ventana de tu biblioteca se abre a tu jardín, no puedes pedirle nada más a la vida; en el fondo, siempre la idea del beatus ille de Horacio, del huir del mundanal ruido de Fray Luis, etcétera).
La otra ocasión reciente en que pensaba en la cantidad de pequeñas maravillas que nos rodean fue hojeando un libro de horas medieval, con su colorido, sus imágenes impresionantes, su letra cuidada, cada mayúscula un monumento. Alguien le dedicó todo su tiempo, su capacidad, su atención, su amor, a cada una de esas letras, a cada dibujo, a cada página. Durante muchas horas, muchas jornadas.
El ser humano es capaz de cosas fantásticas, grandes y pequeñas. Y deberíamos esforzarnos por verlas para poder vivir menos angustiados y disfrutar un poco más. Eso requiere más pausa y sensibilidad, supongo, para poder asombrarnos de manera feliz. Aunque, claro, luego volvemos a mirar a la Moncloa y se nos cae toda la poesía.
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