La tribuna
La vivienda, un derecho o una utopía
Hay debates a los que, por mil razones, se puede llegar tarde. Algo así puede sucederle a Sevilla con la conocida como tasa turística, lo que implica la necesaria voluntad política de resolver la cuestión más pronto que tarde.
El turismo ha generado en los últimos 15 años un cambio sustancial en la estructura económica de la ciudad, relegando a otros sectores productivos en declive y modificando pautas de trabajo y movilidad, además del propio entorno urbano y social. Hoy decenas de miles de hombres y mujeres se desplazan a diario desde los barrios periféricos donde residen para trabajar en un sinfín de variadas actividades relacionadas directa o indirectamente con la actividad turística, la mayoría ubicadas en el casco histórico de la ciudad.
Los indicadores de actividad (pernoctaciones, visitantes, estancia media, número de establecimientos y plazas disponibles, etc.) se han multiplicado hasta un 60% en la última década –muy por debajo, hay que recordarlo, las relativas al empleo–. Cada trimestre se anuncian nuevas aperturas de hoteles de diferente rango y la actividad de quienes vienen rigiendo la política municipal dedica no pocos recursos a la pura promoción de la ciudad como producto de atracción para visitantes.
Puede decirse sin riesgo al error que Sevilla adquirió hace tiempo la mayoría de edad turística, lo que requiere abordar ciertos debates con la madurez y responsabilidad necesaria.
La ciudad invierte no pocos recursos en la prestación de servicios públicos en los entornos donde desarrollan su estancia los y las visitantes (más de tres millones al año), siendo evidente además que se invierte más en la limpieza, transporte o seguridad del casco histórico que en los barrios donde residen los contribuyentes fiscales. Puede decirse, sin atisbo de exageración, que el sobreesfuerzo presupuestario que requiere tener una Sevilla intramuros limpia, segura y transitable corre a cargo de la inversión en el resto de barrios.
Las primeras figuras impositivas al visitante surgen a principios del siglo pasado en localidades francesas que vieron la oportunidad de recabar recursos de su variado interés patrimonial. En la actualidad, decenas de ciudades y regiones europeas y otros destinos top tienen más que consolidadas tasas turísticas, de tipo único o gradual en función del tipo de establecimiento. Nadie renuncia por ello a visitar estos destinos y conocer su riqueza patrimonial u oferta cultural. De hecho, las encuestas demuestran una acertada sensibilidad del visitante con la tasa si se les explica de forma transparente el fin al que va dedicada la recaudación. Maravillas de la transparencia fiscal.
En Sevilla se ha postergado durante años el debate necesario sobre la oportunidad de establecer una tasa turística que permita recabar recursos públicos para reforzar la propia promoción turística de la ciudad, el apoyo a aquellos proyectos e iniciativas que mejoren los servicios al visitante, y evite que el Ayuntamiento se vea obligado a restar recursos de los barrios más necesitados de inversión para la ‘prestación cinco estrellas’ de servicios públicos en el entorno urbano más turístico.
Se ha avanzado mucho en estos años la construcción de un consenso amplio entre empresarios, sindicatos y la mayor parte de actores políticos de la ciudad.
El debate está en los detalles: mecanismos de recaudación, finalidad y transparencia en la gestión de los fondos, evitar la competencia desleal entre alojamientos. (Casi) todo está inventado, y tenemos a nuestro alcance diferentes modelos de gestión de los que tomar ideas para diseñar el nuestro. Solo hace falta activar de una vez la decisión política que resuelva un debate al que ya llegamos con retraso.
Haría bien el actual gobierno municipal en aceptar el reto de dar concreción al consenso construido estos años en la ciudad. Y llevar ese consenso como aval político ante la Junta de Andalucía, que debe modificar el marco normativo que permita –no obligue- a las ciudades turísticas implantar dicha tasa de forma homologable a tantas otras de nuestro entorno europeo. A veces, para acertar, hay que incomodar
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