Editorial
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La propuesta de reforma del sistema público de pensiones que el Gobierno ha presentado a los agentes sociales viene precedida por dos hitos que, en principio, debieran ser pilares sobre los que cimentar un avance exitoso hacia la sostenibilidad del pago de las jubilaciones. Por un lado, un acuerdo político entre los dos partidos que integran el Ejecutivo, PSOE y Unidas Podemos, en el momento en el que la mala salud de hierro de la coalición estaba más en entredicho por la polémica ley del sólo sí es sí. Y por el otro, que el ministro de Inclusión y Seguridad Social haya anunciado que tiene el aval de Bruselas para aplicar los cambios que plantea su propuesta (aunque en las últimas horas ha matizado que lo que tiene es "la convicción" de que la Comisión Europea apoyará su fórmula). En síntesis, la reforma ofrece la posibilidad de elegir entre dos métodos de cálculo de la cuantía de la pensión -los últimos 25 años cotizados, como hasta ahora, o los últimos 29 años a los que se excluyen las 24 mensualidades menos ventajosas para quien se jubila-, el destope de las cotizaciones máximas y un alza del coste para el trabajador del Mecanismo de Equidad Intergeneracional (MEI). Sin embargo, una vez conocidos los detalles, la propuesta está cosechando sonoras censuras. La más relevante es la de la patronal CEOE, que rechaza de plano que toda la carga se sitúe en los salarios de los trabajadores y los costes de empresa y que ya ha dejado claro que no formará parte del acuerdo, al que ayer se sumaron los sindicatos. Otras voces de expertos, como Fedea o BBVA Research, advierten de que la reforma es insuficiente para dotar de sostenibilidad financiera al sistema tras la decisión de derogar la reforma de 2013 e indexar de nuevo las pensiones a la inflación, que está desbocada. Es justo ahí donde radica el problema, se acordó un cambio que está provocando que suban más las pensiones que los salarios que deben sostenerlas sin tener asegurados los mecanismos que garanticen la suficiencia financiera.
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