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Este periódico publica hoy el último de los sondeos con los que el Instituto DYM ha medido la evolución demoscópica del electorado español, semana a semana, en vísperas del 23-J. Nuestros lectores interesados en la cuestión han podido seguir así, como han hecho otros muchos medios de comunicación en toda España, las incidencias en las preferencias del electorado provocadas por los avatares de unas de las campañas más atípicas que se han desarrollado desde la llegada de la democracia. La publicación tiene que concluir hoy no porque el interés de lo que pueda pasar en los días que faltan hasta la celebración de las elecciones no sea igual o mayor que el de lo que ha ocurrido hasta ahora. Una ley electoral absurda a estas alturas del siglo XXI impide que se den a conocer sondeos de intención de voto en la semana previa a la fecha de los comicios. Es una norma que incomprensiblemente se mantiene legislatura tras legislatura sin que los grupos parlamentarios hayan propuesto un cambio y que trata a los españoles como menores de edad. La razón por la que en su día el legislador promovió esta medida era para evitar que el elector se dejara influir por encuestas que estuvieran manipuladas por intereses políticos. Si algún día tuvo sentido, en un mundo sin internet ni redes sociales, hoy simplemente es un anacronismo que se resiste a desaparecer y que habla de un afán de reglamentación propio de otros tiempos. Es la misma ley que, sin embargo, deja sin regular los debates electorales, lo que propicia situaciones como la vivida esta campaña en la que los medios públicos han sido marginados en la celebración del más trascedente. Los debates, que en otras democracias son considerados un derecho de los ciudadanos, quedan en España en manos de los partidos y se celebran o no dependiendo de sus estrategias. Parece más que llegado el momento de modificar una legislación electoral que necesita una evidente puesta al día.
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