30 de enero 2025 - 06:59

Luis Alberto de Cuenca entonaba el otro día su particular “malos tiempos para la épica”. ¿A quién podríamos llamar hoy “destructor de ciudades” o “domador de caballos” como a tantos héroes de los poemas homéricos? Más bien nos topamos continuamente con gentrificadores de barrios históricos y criadores de mascotas consentidas. Sin embargo, antes de que el mundo se sumerja definitivamente en la edad oscura de la banalidad digital, cuyos umbrales ya pisamos, urge encontrar héroes contemporáneos a los que poder levantar altares, aunque solo sea para que sus ruinas sirvan de recordatorio a los más osados de las próximas generaciones de que hubo un mundo no dominado por los algoritmos, los horteras californianos o los tecnocomunistas asiáticos. Así que, cuando vuelva a casa, junto a la Virgen de la Alegría que custodia su entrada para expulsar a los demonios y malos espíritus, colocaré una foto de Zhivago, que es lo mismo que decir Omar Sharif, uno de mis santos laicos tutelares desde que, hace ya demasiados años, una señora con evidente miopía señaló mi semejanza con el actor egipcio. Los morenos, como los chinos, nos parecemos todos.

Como es sabido, Doctor Zhivago es una novela de Boris Pasternak llevada al cine por David Lean. Entre otras muchas, tanto el libro como la película tienen una evidente y elogiable lectura anticomunista, pero no porque el protagonista, un médico y poeta que ve su vida triturada por la irrupción bolchevique, sea un activista político, sino porque su simple actitud ante la vida es esencialmente contrarrevolucionaria y antiutópica. Zhivago es una persona con valores netamente burgueses: sentimental, humanista, educado, espiritual, enamoradizo y amante de las pequeñas elegancias que hacen más amable la vida. Pero sobre todo es un hombre libre y amante de la belleza en el sentido clásico de la palabra, alejado de las vanguardias culturales y políticas que convirtieron el siglo XX en un mundo disruptivo e inhóspito. También es alguien dispuesto al sacrificio, pero no por la humanidad en abstracto ni por grandes conceptos generales, sino por cuestiones estrictamente personales, como la amistad o el amor de una mujer. Pocas escenas tan estremecedoras se han filmado en el cine como esa en la que Zhivago destroza una ventana de la dacha helada en la que ha sido feliz para ver alejarse para siempre el trineo de la mujer amada.

Aunque tanto la novela como la película ya tienen unos años, Zhivago bien podría ser uno de los héroes sobre los que construir una nueva épica a media luz, basada en la autenticidad y la bonhomía. La que vamos a necesitar en estos tiempos de sectarios y moralistas oscuros. Lara bien podría ser nuestra Dulcinea.

stats