
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Fétido 'déjá vu'
Fue 1986 el año en que, por pasajeras circunstancias personales, me mudé a Madrid durante once meses para, entre otras actividades, culminar allí los estudios del extinto Bachillerato Unificado y Polivalente, en siglas BUP.
En uno de mis primeros tránsitos por los céntricos pasadizos soterrados que servían para cruzar las concurridas vías de circulación o acceder a los distintos niveles de la red de metro, una enorme pintada llamó mi atención. Sobre el lema “La Tercera Posición”, firmado por uno de los grupos representativos del radicalismo político de la época, un oponente cargado de sentido del humor había añadido “del Kamasutra”.
Lo de la Tercera Posición era un latiguillo puesto de moda, tiempo atrás, por un personaje que llegó a ser vecino provisional de la Villa y Corte. Nos referimos a Juan Domingo Perón, militar y estadista argentino, inspirador de uno de los populismos más longevos y desconcertantes, entre los desplegados hoy por la geografía de ambas orillas del Atlántico.
En el uso del español metropolitano, los que siendo apenas chicos imberbes apreciaban ese tipo de discursos, preferían por lo general la expresión “Tercera Vía”, que los emparentaba con juventudes italianas y francesas que se deleitaban igualmente en utilizar semejante etiqueta. Exclamaciones como “¡Ni yanquis ni soviéticos!” eran típicas en la dialéctica panfletaria –característica de la era predigital– de aquellos ambientes, en los que coexistían los iberismos más castizos con elucubraciones europeístas.
1986 fue también el momento en que sucedió un acontecimiento de inesperado paralelismo con las realidades que describimos. Los Redskins, unos casi desconocidos rockeros británicos, simpatizantes de la añeja causa trotskista y adeptos a la agreste estética skinhead, editaron su único álbum de estudio, cuyo título Neither Washington nor Moscow se traduce al castellano como el de este artículo.
Ni trotskistas ni filofascistas son las élites que hoy parecen haber asumido como propio ese mensaje, a raíz de la repentina segunda ascensión del siempre controvertido Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos de América. Quienes se alinearon incondicionalmente con Joe Biden en sus belicosas pretensiones de avanzar hacia una confrontación de nefastas consecuencias con el gigante ruso, con la excusa de la protección de los derechos de los ucranianos, se han visto huérfanos con el cambio de inquilino en la Casa Blanca. Convertidos de la mañana a la noche en paladines de una Europa autónoma respecto a las dos grandes superpotencias atómicas, llegan tarde y sin la menor credibilidad a la hora de defender tal elección geopolítica.
Ante los que ya soñaban en días lejanos con una Europa auténticamente soberana, carecen estos atlantistas desorientados del aval de la pureza idealista de los jóvenes visionarios del ayer que, desde nostalgias manifiestamente contrapuestas, pintarrajeaban los subterráneos madrileños o atronaban con sus instrumentos los escenarios londinenses.
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