Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
Don Carles Puigdemont, presidente en el exilio, etcétera, amenaza con volver para fastidiarle la investidura al señor Illa. Es decir, amenaza con hacerse detener (lo cual tendría su lógica, ya que es sospechoso de conspirar con una potencia extranjera), siendo así que esta amenaza es lo único que le queda al pobre don Carles, conocido el giro último de los hechos. Dicho giro consiste en que el señor Illa promete, euro arriba o abajo, todo lo que prometía el señor Puigdemont, pero sin necesidad de veranear en Waterloo ni del episodio, un tanto deslucido, del maletero. De modo que el presidente Puigdemont ha pasado, ay, a la condición de héroe amortizado; teniendo, eso sí, más de lo segundo que de lo primero.
La promesa del señor Illa, resumidamente, viene a ser que el sujeto tributario ya no es el individuo, sino el territorio. De forma que el nuevo ideal de progreso del señor Sánchez y la señora Montero es que el artículo 31 de la Constitución, donde se habla de “igualdad y progresividad” en el sostenimiento del gasto público, sea sustituido por un concepto domiciliario de la contribución. En buena lógica, el próximo paso –de progreso, naturalmente– arbitrado por el PSOE, debiera ser el de reclamar que el barrio de Salamanca deje de subvenir a las necesidades del Pozo del Tío Raimundo, o que los habitantes de Los Remedios no contribuyan a los gastos de las Tres Mil Viviendas, por poner dos ejemplos un tanto extremos y simplistas de esta novedosa forma de progresismo. Uno siempre pensó que el principio rector de la izquierda, popularizado por Marx, era aquel que exigía “de cada uno según sus capacidades y a cada uno según sus necesidades”. Pero hete aquí que la izquierda posmoderna ha descubierto que eso de la redistribución es de derechas –probablemente fascista–, y que lo verdaderamente progresista es dejar de ser proporcional y progresivo, tanto en la contribución como en el reparto.
Que esto sea acordado, además, para favorecer al nacionalismo catalán, en perjuicio de una mayoría de catalanes no adeptos al provincianismo xenófobo, da una idea un tanto desconcertante del progresismo con que nos honra nuestro gobierno. A fuer de progresistas, cualquier día alguien podría proponer, ¡los dioses no lo quieran!, la recuperación del derecho de pernada como práctica intersexual e interclasista. En estas condiciones, repito, el cuitado don Carles Puigdemont, un tanto ensombrecido por la sospecha de su proeslavismo, quizá ni siquiera consiga la gloria pasajera de su detención. Lo que se dice, en fin, volver para nada.
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